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Alex Txikon en una de las imágenes de la expedición.
El otro Nanga Parbat de Alex Txikon

El otro Nanga Parbat de Alex Txikon

Tras el éxito del alpinista en la décima montaña del planeta se esconde su tesón para superar todas las adversidades y desgracias que han surgido en el camino

Fernando J. Pérez

Domingo, 20 de marzo 2016, 02:40

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El campo base del K2, el segundo ochomil más alto y el más difícil de todos, era un hervidero de gente en el verano de 2004. El cincuenta aniversario de su primera ascensión era una fecha demasiado importante como para despreciarla. Como ya había sucedido el año anterior en el Everest, decenas de expediciones llegadas de todo el mundo querían aprovechar la repercusión mediática de la efeméride y aprovecharse de la presencia de potentísimos equipos que podían transformar la difícil ruta del espolón de los Abruzzos en una verdadera autopista hacia la cumbre.

Centenares de tiendas de campaña convirtieron el habitualmente semivacío campamento en una pequeña ciudad asentada sobre el glaciar Godwin Austen. En medio de esa efervescencia, un chaval de insultante juventud e inusual descaro se movía de tienda-comedor en tienda-comedor haciendo gala de un desparpajo que pronto le hizo famoso en todo el campo base. Se llamaba Alex Txikon y pese a sus 22 años ya acumulaba dos ochomiles en su palmarés, el Broad Peak, en 2003, y el Makalu, escalado apenas un par de meses antes de pasearse por el campo base del K2 con los logos de las marcas de su ropa tapados con esparadrapo. «Si no me pagan yo no hago publicidad a nadie» contaba a quien le preguntaba. Tenía las ideas claras desde el principio.

Tan claras que, efectivamente, el espolón de los Abruzzos se convirtió unas semanas después en una autopista hacia el cielo -52 personas, un récord aún vigente, hicieron cima ese año- pero en la lista no estaba Alex. El alpinista vizcaíno había ido al K2 para escalarlo en alpino por la arista SSE, abierta diez años antes por los Iñurrategi y Oiarzabal y no varió un ápice su objetivo. Su sueño no era simplemente hollar la cima del ochomil más difícil, sino hacerlo por una de sus rutas más técnicas y bellas. Por más que le insistieron para que se pasase a las cuerdas fijas de Abruzzos y convertirse así en el alpinista más joven en escalar el K2, él se mantuvo firme. Hasta su compañero de cordada, Iñaki Ochoa de Olza, lo hizo. Pero Alex no quiso prostituir ese sueño de juventud y se volvió a casa de vacío tras llegar hasta los 7.400 metros en una ruta peligrosa y sobrecargada de nieve.

El descenso más duro

Doce años después, el pasado 26 de febrero, Alex hizo por fin realidad su sueño de escalar un ochomil como nadie lo había hecho antes. En la cumbre del Nanga Parbat, helado de frío a cincuenta grado bajo cero, esta década larga de expediciones, de éxitos y fracasos, de alegrías y desgracias, pasó por su mente en unos segundos. Pero no gritó de alegría ni lloró de emoción. Estaba demasiado concentrado en un descenso -«el más duro de mi vida- que marcaba la fina línea entre la vida y la muerte. Mientras el mundo alpinístico -envidias al margen- le felicitaba y se felicitaba por su logro, Alex iba desmenuzando con cada paso camino del campo 4 lo que le ha costado convertir su sueño en realidad. En lo emocional, en lo personal, en lo económico. Un precio que va mucho más allá del frío sufrido, de esa nariz congelada o del agotamiento físico.

Todo comenzó el 17 de mayo de 2010 en la cumbre del Shisha Pangma. Mientras celebraba con Edurne Pasaban, Asier Izagirre y Nacho Orviz la culminación de los 14 ochomiles de la tolosarra. Txikon rumiaba una decisión largamente meditada. Iba a cerrar una puerta y a abrir otra. La suya. Se acabó eso de abrir huella para los demás. Desde ese momento, era dueño de su destino, de sus pasos. De sus sueños. Le llamaron loco cuando rechazó la sugerente oferta de Edurne para acompañarla al año siguiente a subir el Everest sin oxígeno, pero él quería hacer algo diferente. Y se fijó en el himalayismo invernal. «Creo que me conozco bastante bien y sé cuales son mis debilidades y mis virtudes. Técnicamente no soy ningún portento, pero físicamente soy bastante fuerte, así que busqué un reto que se adaptara a esas condiciones, y lo encontré en el ochomilismo invernal», en ese año lejos de la fiebre que ha vivido después.

Lo tenía tan claro que el 22 de enero subió en Loiu las escalerillas del avión que le iba a llevar hasta Pakistan para intentar escalar por primera vez en invierno el Gasherbrum II. Cuando tomó asiento, miró a su alrededor y no vio ninguna cara conocida -sus compañeros de cordada, un suizo, un canadiense y un paquistaní, le esperaban en Islamabad-, «la sensación de soledad que tuve fue brutal». Apenas dos semanas antes había enterrado a su padre, Agustín.

Son circunstancias de la vida que curten el carácter. Ley de vida le llaman algunos. Aunque lo que le pasó al año siguiente más que curtir la piel deja en ella una cicatriz profunda e imborrable. «La expedición de 2011 fue sobre todo una toma de contacto. Aprendimos lo que era un ochomil en invierno y tomamos buena nota para 2012. Ese iba a ser nuestro año», recuerda. Para entonces, su expedición había levantado la libre del himalayismo invernal en los cinco ochomiles de Pakistán, los únicos que permanecían inescalados en esa época del año. Y la carrera por ser el primero había comenzado.

«Ese 2012 estuvimos como media docena de expediciones intentándolo. Había grupos en los campos base del G-I, el G-II y el Broad Peak. El ambiente empezaba a estar un poco raro. Cuando les preguntaban, todos rechazaban que hubiese una carrera planteada, pero luego nos mirábamos de reojo». Y tras un mes de trabajo titánico abriendo una ruta escalada solo una vez y hace casi 30 años, llegó el momento del ataque a cima. «Obsesionarse con la cumbre es lo peor que te puede pasar. Dejas de pensar con la cabeza fría y comienzas a tomas decisiones erróneas». Y es lo que le pasó al jefe de su expedición, el austriaco Gerfried Göschl. «Los polacos apretaban por la ruta normal y anunciaron que se iban para cumbre. Y Gerfried decidió que nosotros también. Pero yo no lo veía claro. La meteo no me ofrecía garantías y no sé si fue un sexto sentido o qué y preferí decirles que iba a salir un día más tarde, me saltaría un campo de altura y les alcanzaría para hacer junto el ataque final a cumbre».

El 6 de marzo, aún noche cerrada en el Karakorum, Alex despidió con un abrazo y un «hasta dentro de dos días» a Gerfried Göschl, el suizo Cedric Hählen, el paquistaní Nissar Hussein y la polaca Tamara Stys. Nunca más volvió a ver a los tres primeros y a Tamara la encontró tres días después, sola a siete mil metros, tras no poder seguir a sus compañeros y quedarse rezagada, lo que sin duda le salvó la vida. «Marcharte del campo base sin tres de tus compañeros es lo más duro que te puede pasar», recuerda Alex. «Quise ir personalmente a ver a sus familias para contarles lo que había pasado y entregarles las pertenencias personales que habían dejado en el campo base. Me veía en la obligación moral de hacerlo, pero no se lo deseo a nadie».

«Te aseguro que por dinero no estoy aquí»

La herida en el alma tardó dos años en cicatrizar, «aunque de vez en cuando todavía supura un poco». Pero hay otra sangría que no cesa, la económica. Y que a Alex le consume tanto como el frío a ochomil metros. «A mí las expediciones me cuestan dinero. Y mucho», explica. «Te aseguro que por dinero no estoy aquí», aseguraba hace unos días aún en el campo base. «Bueno, sí, por el mío... jajajaja», se autoreplicaba sin erder el humor. Los números son tan fríos como la cima de un ochomil. La expedición de este año, por ejemplo, le ha costado cerca de 50.000 euros y con los patrocinadores ha cubierto poco más del 50%. «Y que conste que no me quejo, ¿eh?, que si no fuese por ellos esto no hubiese sido posible», matiza. Las conferencias y proyecciones que dar durante todo el año es lo que le permite cuadrar los números.

Alex Txikon suma y resta en el CB tanto como escala. «Tengo que estar cuadrando los números constantemente. Este año hasta hemos hecho varios porteos de basura y bombonas de gas vacías al pueblo más cercano para ahorrar una rupias. A mí me encantaría poder pagarles a los porteadores para que lo hicieran ellos, pero no me da. En verano cobran 4.000 rupias (40 dólares) al día y en invierno 9.500 (95 dólares). Y hemos necesitado 120...». También acepta cobrar en especies. Turkish Airline le paga los billetes de avión, K35 el internet del campo base y marcas especializadas parte del material, aunque los 1.500 euros de cuerdas no se los ha quitado nadie. Su buzo de plumas parcheado muestra las batallas que acumula. A todas luces demasiadas.

¿El Nanga Parbat podría acabar con estas penurias? Aunque no pierde la sonrisa, Alex no es muy optimista. «Aquí falta cultura montañera», sentencia. Casi todos sus patrocinadores llegan por contactos personales, «porque les gusta lo que hago o porque les caigo bien. Pero eso no debería ser así. Aquí es difícil que vean la rentabilidad de patrocinar a un alpinista o a una expedición, algo que no pasa en otros países», lamenta.

Lejos de lo que pueda parecer, todos estos problemas en absoluto desaniman a Txikon de cara a nuevos proyectos. «Esta es mi vida, lo que me apasiona y aquí seguiré al pie del cañón». En busca de nuevos sueños. Y sin tenerse que tapar las marcas de la pechera con esparadrapo.

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