Sobre las «causas profundas» del terrorismo
Los ataques en Nueva York, Madrid, París y otros lugares no parecen estar guiados por motivaciones políticas o estrategias claras. Todo apunta a un paso más dado hacia esa violencia sin límites, que tanto parece resistirse al entendimiento
José Luis Gómez Llanos
Martes, 5 de enero 2016, 19:52
Nos quedaríamos sorprendidos de saber la cantidad de personas que, si al menos no se alegran de los atentados, siempre están dispuestas a entenderlos, a ... explicarlos, a atribuirlos a tal o cual causa, incluso transcendida, pero siempre exterior a la propia subjetividad criminal de los autores de las masacres. Lo hacen en privado casi siempre, claro está. Es de agradecer por lo tanto el artículo de opinión titulado Solidaridad o barbarie, publicado en estas mismas páginas el 17 de diciembre de 2015, por Igor Ahedo, profesor de Ciencias Políticas de la UPV, donde hace un recorrido interpretativo de los recientes atentados terroristas en París, que me he propuesto criticar aquí, ya que se sitúa en el renglón de los análisis más claros de los que se han escrito sobre los abyectos crímenes de París. Y de los más equivocados también.
Leemos que «tanto en 1995 como en 2005, la ciudad de las luces fue iluminada por las llamas () miles de jóvenes salieron a las calles a manifestar su agravio arrasando con los iconos del consumo () Se trató de una manifestación de rabia nihilista, orientada a la autodestrucción (por lo de la quema de coches supongo). Hace unas semanas hemos visto que la rabia ha transmutado en odio. () Ahora orientada contra aquellos que se sitúan al lado del espejo de la exclusión: quienes asistimos a conciertos, cenamos en la calle, nos divertimos en una noche de viernes».
Este planteamiento nos puede ir deslizando sobre ese otro que afirma que el odio insensato sobre el que se asienta el terrorismo es un resultado previsible, pero que lo que lo causa no es tan insensato. Y de ahí a sospechar incluso que podemos ser nosotros mismos, las víctimas, los que causamos el desencadenamiento terrorista feroz, queda poco trecho.
Más adelante prosigue: «() Como la identidad de legitimación cada vez es menos sostenible en la medida en que las formaciones tradicionales están gestionando recortes del bienestar de las personas, estos partidos deben buscar nuevos mecanismos para seguir manteniendo la adhesión ciudadana, siendo uno de ellos la política del miedo».
Aquí a nuestro profesor le falla la mesura; una cosa es velar democráticamente sobre el modo con el que se decretan las medidas de excepción que limitan nuestras libertades puntualmente para luchar más eficientemente contra los terroristas y otra es afirmar, como Igor Ahedo, que: «() la ciudadanía que no puede legitimar el Estado porque no le garantiza su bienestar y protección lo acaba legitimando porque garantiza su seguridad con francotiradores en todas las azoteas».
Estos análisis sin sentido los propagaban también los apologistas de la acción de ETA, cuando en calidad de mandarines orgánicos de la izquierda autoritaria que asesoraban a los terroristas, exculpaban a los matarifes contándonos aquello de las causas profundas del conflicto vasco.
Estrafalarios pensadores al acecho de la explicación de lo injustificable. Sujetos que nunca se conforman con lo que se ve de inmediato siempre que actúan los asesinos, a los que no les basta con lo que dicen los verdugos mientras duran sus escarnios; que no sienten empatía sincera con las víctimas; que no se fijan en los contenidos de las discursos delirantes de los valedores del terror. ¿Ya se nos ha olvidado?
También aconsejamos a los partidarios de las causas profundas ponerse al día con los trabajos de Krueger A. B. y Maleckova J. (Education, poverty, political violence and terrorism: is there a casual connexion?), de hace más de 10 años, en los que muestran, en cambio, que el vínculo entre, por una parte, la pobreza y la educación y, por otra parte, el terrorismo, no se puede establecer tan alegremente.
Lo que no quiere decir que no haya que analizar por qué a la conflictividad endémica a la que asistimos en ciertos lugares del planeta le corresponden al mismo tiempo resultados de desarrollo humano desastrosos. Pero aquí ya no estamos tratando del origen del terrorismo fundamentalista, que es otra cosa, porque qué duda cabe que los magnates de la muerte siempre explotan la miseria social que aún abunda en demasiados lugares, así como la asfixia política en esas regiones del mundo, para prosperar a cuenta de todo ello.
En Nueva York, Madrid, París y demás lugares los terroristas han querido degollar los ideales de las sociedades abiertas, de los derechos colectivos, de la libertad individual, del deseo de gozar sin trabas. No nos confundamos ni de enemigo ni de los objetivos a alcanzar para protegernos de sus crímenes. Todos estos ataques no parecen estar guiados por motivaciones políticas o estrategias claras. Más bien todo apunta a un paso más dado hacia el terror, esa violencia sin límites, sin legibilidad alguna, que tanto parece resistirse nuevamente al entendimiento.
Después de la emoción legítima tras esas barbaries, claro que no hay que dejarse devorar por el sentimiento de venganza, hay que resistir a la tentación de amalgamar sin pensar cayendo en la noche del odio y del miedo. Un trabajo sobre sí mismo es indispensable para conseguirlo recurriendo al sentido de la justicia que nos habita.
Estamos unidos, contra el terrorismo, vale. ¿Ahora qué vamos a hacer juntos? A esa pregunta hay que contestar después. Pero sin ambigüedades.
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