Las opiniones de la señora Mortimer
Un libro recopila los tópicos xenófobos de una escritora inglesa del siglo XIX que apenas salió de su país. «El rey escogió Madrid para que fuera su capital. Hizo una mala elección».
Javier Muñoz
Sábado, 31 de octubre 2015, 20:23
Los estereotipos sobre países, culturas y religiones siempre han sido más atractivos que los hechos desnudos. Lo de menos es que una persona se estrelle ... contra la realidad emitiendo juicios sobre individuos, lugares o acontecimientos que desconoce por completo. La cuestión es que necesita echar mano de esos lugares comunes. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? Esa es la tesis de Todd Pruzan, editor y periodista que escribió el prólogo de un curioso libro: El mundo según la señora Mortiner (Ed. Vergara, 2005). Se trata de una recopilación elaborada por el propio Pruzan a partir de unos textos xenófobos de Fawell Lee Mortiner (1802-1878), escritora inglesa de estricta religiosidad evangélica que publicaba manuales didácticos para niños.
Los fragmentos en cuestión proceden de tres libros de geografía suyos que vieron la luz entre 1849 y 1854 y fueron redactados con un lenguaje infantil ('The Countries of Europe Described'; 'Far Off, Part I: Asia and Australia Described y Far Off, Part II: Africa and America Described'). La autora vuelca en ellos todos los prejuicios de su tiempo, aunque entonces no eran vistos como tales. Llega a ser ofensiva y humillante cuando se refiere Europa occidental, en particular si es la católica romana; y decididamente racista cuando menciona otros continentes y civilizaciones.
Lo más curioso es que la señora Mortimer, una mente victoriana, sólo abandonó su Inglaterra natal en dos ocasiones (en su adolescencia, para visitar París y Bruselas, y más tarde a Escocia). Contempla el mundo con el prisma de los libros, excepto cuando se refiere a sus compatriotas ingleses, de los que afirma, es de suponer que con conocimiento de causa: «Su compañía no es agradable porque no les gustan los desconocidos, y tampoco les gustan demasiado los problemas. Prefieren quedarse en casa, y eso está bien (...) Se sienten decaídos a menudo, y son propensos a quejarse, a desear ser más ricos de lo que son y a criticar a los gobernantes. Sin embargo, deberían ser las personas más felices del mundo, ya que es el país que más biblias tiene».
Los escoceses caían razonablemente bien a la señora Mortimer. Los consideraba gente sensible y amante de la lectura, y creía que Edimburgo era la ciudad más bella del mundo. Pero ello no impidió que descargara varias andanadas sobre ellos, empezando por su inclinación al whisky. «Otro defecto -subraya- es su amor al dinero. A menudo piden más de lo que deberían y les cuesta mucho dar». ¿Qué hay de cierto en esas afirmaciones? Lo único que podemos decir es que han perdurado hasta hoy y que fue posible reastrearlas en los agitados debates del referéndum escocés.
Respecto a España, lo que asegura la señora Mortimer no es agradable, aunque reconoce que su idioma es el más hermoso de Europa. Para empezar no le parece apropiado que se cene tan tarde, pero hay más costumbres que detesta. «Los españoles no sólo son haraganes, sino también crueles. Les gustan las corridas de toros». Y con eso último ya lo ha dicho todo.
Hay más pegas sobre España. Quienes debaten hoy la reforma constitucional y la crisis catalana deberían leer su descripción de Madrid, sencilla y contundente para que la entienda un niño. «Esta ciudad está construida en el centro de España. El rey escogió Madrid para que fuese su capital. No obstante, hizo una mala elección, puesto que está lejos del mar y no hay ningún río importante cerca, sólo un pequeño riachuelo, de manera que los barcos no pueden acercarse. Por otra parte está construida en una llanura elevada donde soplan vientos helados (...) En verano hace mucho calor.
Siglo y medio después de que estas palabras vieran la luz, quizá sea posible encontrar en Madrid, la ciudad más endeudada de Europa, a algún político, algún catedrático de Geografía Económica y algún ingeniero civil que las suscriba.
Los latinos no son los únicos que sufren las invectivas de la señora Mortimer. No tiene piedad ni siquiera con los escandinavos protestantes. Tacha a los noruegos de «ignorantes» porque no respetan el domingo y beben. De los suecos dice que «no saben hacer nada útil» y que «los carpinteros y los herreros son muy torpes en su trabajo». La autora no podía saber que ese pueblo crearía más adelante el imperio de Ikea.
Cuando regresa mentalmente al Mediterráneo y observa a los griegos, le parecen niños en el patio del colegio. «Dan rienda suelta a sus sentimientos: tan pronto lloran como a continuación se ríen. No soportan bien las dificultades y cuando se se sienten desdichados lloran como bebés».
Fuera de Europa, la señora Mortimer es capaz de combinar la xenofobia, el sentimiento de superioridad y el desprecio cultural con el juicio político equilibrado. Del afgano dice, por ejemplo, que «es cruel, codicioso y traicionero» y que ha derramado «mucha sangre británica».
Pero a continuación señala: «No podemos culpar a los afganos por defender su país. Es normal que se pregunten: '¿Qué derecho tienen los británicos a interferir en nuestros asuntos?'». Y concluye: «En una ocasión enviaron al Ejército británico a Afganistán para obligar a sus habitantes a tener un rey que no les gustaba, en lugar de otro que sí les gustaba». Un pleito que los generales del Pentágono aún no han resuelto en el siglo XXI.
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