Bandido crepuscular y picador de toros
Joaquín Camargo fue uno de los últimos bandoleros serranos y se murió de pena en el olvido
Martín Olmos
Sábado, 5 de septiembre 2015, 20:00
Joaquín Camargo el Vivillo murió de pena y de luto como en un poema de Lorca. Igual Joaquín Camargo el Vivillo murió de pena y ... de luto para que Lorca le hiciese un poema con claveles y patios con rejas, «en la luna negra de los bandoleros, cantan las espuelas», pero Lorca no atendió. A Joaquín Camargo el Vivillo le tenía que haber matado a tiros una pareja de la Guardia Civil a los pies de un olivo, debajo de una luna negra, «en la luna negra, sangraba el costado de Sierra Morena», pero los beneméritos no madrugaron y Joaquín Camargo el Vivillo se puso lorquiano. Ay qué pena más grande, que Joaquín Camargo el Vivillo se murió de viudez.
Joaquín Camargo el Vivillo podía haber muerto en la plaza porque fue picador a caballo, pero se le acabó pronto la tauromaquia y se volvió a quedar sin poema de Lorca. Murió al final de pena y de luto. Joaquín Camargo el Vivillo tenía los brazos escritos de navajazos que eran los estigmas de sus canchas y fumaba puros vegueros de Gibraltar. De joven fue bien fuerte pero cobró carnes con los años y se puso talegón. De joven debió ser apuesto y fue castigador, pero se puso monógamo con los años y se murió de viudez. Se murió de ausencia de la Dolores, el pobre, con el «pecho reseco como una estrella apagada». Se murió de soledad en el exilio. A Joaquín Camargo el Vivillo no le hizo un poema Lorca porque no le dio la gana. Joaquín Camargo el Vivillo gastó bigote negro de duelo y se murió de pena. Y, sin embargo, reía, firmaba retratos a la afición con floridas dedicatorias y jugaba al dominó.
El padre de Joaquín Camargo el Vivillo era extrovertido de artillería y embestía con frecuencia, y su madre era de prender y paría con hábito, casi de pie, marcial, y vació una camada de dieciséis hijos complicados de cebar. Joaquín Camargo el Vivillo fue el décimo y peleó el pan a sus hermanos porque a su padre le dio Dios, que sus razones tendría, solo dos brazos con los que no sacaba para tantos. Joaquín Camargo nació en Estepa de Sevilla en 1866 y le dijo Vivillo un maestro definidor al que le contestaba réplica cuando tenía que callar. A los diez años dejó el pupitre por el tajo en los cortijos, murió su madre, y su padre, que era extrovertido de artillería y aún guardaba pólvora, volvió a casar con una mujer con la que Joaquín Camargo no congenió y para frustrar pleitos cogió el camino a procurarse la suerte.
Ensayó la vida honrada, que le pareció sacrificada, y se dio al matute de tabaco de Gibraltar y a huirle a la Guardia Civil. Juntó banda con el Vizcaya, que era paisano de Estepa, y con el Soniche, que era tío carnal del bandido Pernales y más tarde murió a manos del gitano Macareno, que le envenenó una paella de liebre, y cabalgó la sierra asaltando coches de punto. Le disputaron algunos valientes a los que sosegó a navajazos parando los contrarios con los antebrazos y guardó devoción a la hembra hasta que casó con su paisana Dolores Jiménez, que le dio cinco hijos.
Echó fama de bravo y entretenía el ocio en la posada de Setenil, en Cádiz, sentado en la mesa del dominó, pero jugaba mal, no ligaba los pitos y palmaba. En 1893, a la rendición de la feria de Villamartín, robó a los tratantes el beneficio de la venta del ganado y al hacendado don Pedro Guzmán, con el que compartía una querida, le birló dos mil duros. Al Vivillo le persiguió el capitán Verea, que más tarde se levantó con Sanjurjo, y le metió un par de veces en la cárcel, de la que salía sin tardar porque siempre guardó la precaución de robar a gentes de poca memoria. En su beneficio contaba que alardeaba de ir a por duros y no a por sangre y mataba poco y con desgana.
El tiempo y el vino le pusieron arrobas de mostrencón y se le hizo canso el galope de la sierra delante del benemérito, con lo que se embarcó a Orán a industriar con el mahometano, pero riñó con los moros y recogió. Probó después hacerse indiano y se volvió a embarcar, cruzó el proceloso mar y arribó con la familia en Buenos Aires, en donde trabajó en el puerto y puso una carnicería. Los argentinos le dijeron el Gordito y le tenían por gallego de la emigración sin saberle las fechorías. El Gordito les ponía costillares para el asao y se dedicaba a amar a Dolores Jiménez. La fama, en cambio, la dejó en la serranía que iba desde Alcalá del Valle hasta Estepa y se la aprovecharon bien los avispados que asaltaban los caminos usando su nombre, con lo que el Vivillo robó más en ausencia que en asistencia. Al Vivillo le vendió un paisano que era de San Roque y le reconoció cuando le remendaba un par de zapatos y avisó a la autoridad española, que pidió su extradición. Le prendieron los guardias y le embarcaron de vuelta en el buque correo Satrústegui, que llegó a Cádiz el 19 de febrero de 1909, desde donde le condujeron a la tasca Las Delicias del Pasaje, al lado del Arsenal de la Carraca, para aguardar al tren. Allí el Vivillo firmó retratos a los curiosos y atendió a la prensa como un diputado, engrilletado y chulo con un sombrero de señor.
Le dieron juicio por robo de caballerías y un homicidio pero salió absuelto por falta de pruebas y se instaló en Madrid y le dictó sus memorias al periodista Miguel España (que fueron reeditadas en 2007 por la editorial Espuela de Plata). El Vivillo disfrutó de su celebridad alardeando en los pesebres y en una tertulia taurina dijo que sabía leer el talante de los caballos por el movimiento de sus orejas. Le dijeron para picar toros si era tan buen caballista y accedió. Debutó en la plaza de Linares el 17 de septiembre de 1911 en la cuadrilla del Moreno de Alcalá, en una corrida en la que también lidió Enrique Vargas el Minuto. Después ofició en Vista Alegre de Carabanchel el primero de octubre, poniendo varas a los toros primero y cuarto de la ganadería de don Ildefonso Gómez.
El Moreno de Alcalá, torero sevillano de poco arte y mucho sobresalto, valiente hasta el suicidio que había tomado la alternativa de parte de Lagartijo Chico en 1907, andaba ya en la cuesta abajo y a la sombra de Joselito y Belmonte, y desintegró su cuadrilla a la que no podía mantener por la escasez de las contratas. El Vivillo dejó el ruedo y probó suerte de autor de teatro pero no estrenó y volvió a la Pampa a envejecer. Le despidió la prensa en el puerto de Málaga y en Estepa le llamaron héroe.
El Vivillo guardó honradez en Argentina y vio medrar a sus hijos, blanqueó su bigote y enviudó. Se fue mustiando de pena y palió su soledad tomando cianuro potásico el 17 de julio de 1929. Murió el Vivillo de pena y de luto, tan hombrón que fue, y le pusieron esquela en España que pasó desapercibida. Ni siquiera en Estepa le dieron cartel. «Madre cuando yo me muera, que se enteren los señores. Pon telegramas azules que vayan del Sur al Norte». Qué pena que se murió el Vivillo entre jacarandas en vez de olivos, sin lunas negras ni cantos de espuelas, sin telegramas azules y sin poema de Lorca y, sin embargo, mereció una entrada escueta en el tercer tomo del Cossío.
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