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Jesús J. Hernández
Miércoles, 22 de julio 2015, 00:13
Basta acercarse a la botella de vino que tengamos más próxima. Otro día hablaremos de las etiquetas frontales, pero hoy girémosla. En la inmensa mayoría de los casos, encontraremos una leyenda en la parte de atrás que nos advierte, quizá en varios idiomas, de que ese caldo "contiene sulfitos". Se trata de anhídrido sulfuroso, un compuesto químico que mezcla azufre y oxígeno. Empleado en muchos alimentos -etiquetado como E-220-, es un aditivo fundamental para la vinificación y actúa como un potente antioxidante y antiséptico, además de que ayuda a preservar el color y los aromas del vino.
Si nuestra botella tenía esa leyenda, como ocurre en la mayor parte de los casos, podemos estar seguros de que contiene sulfitos. Pero, si no aparece, también. La ley marca que debe advertirse su presencia a partir de los 10 miligramos por litro pero lo cierto es que la propia fermentación libera sulfitos de manera natural. El límite para los tintos está en 150 miligramos y para los blancos en 200, ya que los primeros, más ricos en taninos, tiende a oxidarse menos de manera natural. Salvo en casos de alergia al azufre, muy infrecuentes, son cifras que los expertos consideran que están muy lejos de presentar efectos nocivos para la salud. Parece claro que en cantidades más altas representan un peligro.
De cualquier modo, no puede decirse que este aditivo sea precisamente una novedad. Hace dos milenios, los romanos fueron los primeros en valerse de los efectos desinfectantes del azufre, que espolvoreaban tanto en las comidas como sobre sus ropas. A aquellos tiempos se remonta su uso en las viñas, donde protege las cepas de los hongos y de pequeños insectos. Mucho más reciente es su empleo en las barricas, donde ejercía de desinfectante, ya sea con la combustión del azufre en pastillas, o directamente como un gas. Al tratarse de un gas irritante y tóxico, la UE prohibió estas quemas de azufre hace unos años. El efecto buscado en la madera es la desaparición de las bacterias y evitar la proliferación de mohos.
El sulfuroso puede aplicarse en el vino en diferentes momentos. Sobre el mosto, antes de que se inicie la fermentación, para acabar con aquellas levaduras que no ayudarán en el proceso. En el vino fermentado, mientras permanece en los depósitos o incluso más tarde, justo antes de ser embotellado. En los dos últimos casos se pretende evitar la acción de bacterias que podrían avinagrarlo. Es antioxidante, porque conserva el color y los aromas, y antioxidásico porque inhibe las enzimas Tirosinasa y Lacasa, que pueden aparecer en uvas en mal estado.
La cantidad de sulfitos hace años que está en franco descenso. Hace un siglo superaba los 500 miligramos por litro y ahora la media está en un tercio de esa cantidad. En los vinos adscritos a la denominación 'Agricultura Ecológica' y en los llamados vinos naturales no se utiliza anhídrido sulfuroso como aditivo. Pueden presentar algunos sulfitos derivados de la fermentación, los endógenos, salvo que se haya forzado su desaparición de forma química. Por eso, quizá, lo más ajustado a la realidad en este caso sea una frase que comienza a verse en algunas botellas: "Sin sulfitos añadidos".
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