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Ainhoa Álava, en su explotación de caracoles de Lendoño de Arriba (Orduña), en las faldas del Tologorri. En segundo plano, su padre, Ignacio.

"Este ganado nunca se escapa"

Ainhoa Álava, de Orduña, debutó en la cría de caracoles hace ya siete años. "Verlos salir por la noche es precioso"

Carlos Benito

Martes, 22 de julio 2014, 20:48

Ainhoa Álava creció acostumbrada a tratar con ganado. En el caserío de su familia, en la pedanía orduñesa de Lendoño de Abajo, siempre ha habido vacas, yeguas y ovejas, los animales que cabe esperar de las propiedades rurales de la comarca. Pero, desde 2007, ella se dedica a otro tipo de explotación: tras descubrir en una feria barcelonesa la helicicultura, que es la forma culta y un poco redicha de referirse a la cría comercial de caracoles, estableció en el otro Lendoño, el de Arriba, una granja ecológica pionera en Euskadi, Barraskibide. Allí, en unas bandejas especiales, como misteriosos clasificadores colocados sobre la hierba, crecen y se reproducen cientos de miles de caracoles, rodeados por una malla antifugas que también los protege de los predadores.

"Este ganado es más tranquilo que otros -bromea Ainhoa-. No corren y nunca se escapan. Y, si no vienes un día, no pasa nada: no ocurre como con las gallinas que tengo en la granja de al lado, que si faltas un día te encuentras un desaguisado". Ciertamente, sus caracoles ecológicos, de carne blanca y abundante, no plantean muchas exigencias. A ellos les bastan su hierba tierna y sus tréboles, su pienso especial -elaborado en Mungia y también ecológico, con ingredientes como maíz o soja- y, por supuesto, su humedad: todas las tardes, los parterres de los moluscos son rociados con agua nebulizada, para que los animales disfruten del microclima idóneo. "Nuestra tarea más importante es mantenerlo todo limpio y en condiciones", apunta Ainhoa, que aprendió las destrezas necesarias en Zaragoza.

Alrededor de marzo, cuando deja de helar, se echan los alevines: unos ocho kilos, a 50.000 alevines por kilo. "Son como lentejas", apunta Ignacio, el padre de Ainhoa, que la ayuda en la explotación. El hombre, de 80 años, guarda memoria de los tiempos en los que ir desde su pueblo hasta Orduña le llevaba una hora de burro, aquella época en la que venían las regateras de Bilbao para aprovisionarse de huevos o de corderos. ¡Quién le iba a decir entonces a él que acabaría echando una mano en una granja de caracoles! Sin embargo, les ha cogido el gusto a los bichillos y habla con fascinación del momento mágico que se produce todas las noches, cuando los moluscos abandonan sus refugios como presencias traslúcidas. "Yo me quedo aquí sentado para verlos cuando salen todos: es un espectáculo precioso, algo magnífico", elogia. Ainhoa, que suele recibir llamadas de familias con niños interesadas en ver su explotación, se está planteando organizar visitas nocturnas para mostrar ese paseo de los animales.

Las manos, suavísimas

Los caracoles son hermafroditas, así que en cada pareja se produce una fecundación mutua de los huevos, hasta un centenar por ejemplar. La recogida se produce en octubre: los caracoles desarrollados se embotan y los más pequeños son trasladados a cámaras para que hibernen. La carne de los caracoles de Barraskibide ha llegado a mesas tan prestigiosas como las de Mugaritz, que los tuvo en su carta. ¿Y no aprovechan la baba, ese ingrediente tan cotizado últimamente en la industria cosmética? "Nooooo -descarta Ainhoa-, aunque una vez paró un pedazo de coche debajo de mi casa y salieron unas señoras con abrigos de visón para ver si podía venderles algo. Desde luego, después de recogerlos, las manos se me quedan finas, suavísimas".

Alguien podría pensar que no se siguen comiendo caracoles como antaño, que se trata de uno de esos alimentos contemplados con reticencia por las nuevas generaciones, pero Ainhoa no comparte esa percepción: «Yo creo que el consumo es muy similar al de siempre. La costumbre continúa, y lo de San Prudencio en Álava y las navidades en Bilbao es una cosa exagerada». Eso sí, nadie la verá jamás a ella zampándose uno de sus moluscos, y no es porque se encariñe con ellos: "Yo no los pruebo, porque no me han gustado nunca los caracoles. En mi casa se comen de toda la vida y mi ama los borda, con un poquito de picante, pero a mí no me van. ¡Ni siquiera los caracolillos de mar! A mi hijo de 6 años, en cambio, le encantan: él coge el palillo y se lo come todo".

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