La primera vez que escuché preguntar por nuestro barrio chino fue a comienzos de los 70. Me sorprendió que tuviéramos uno en Bilbao y no ... hubiera visto a alguien de aquél lejano país. Con el tiempo entendí lo que quería decir. Y eso me llevó a otra curiosidad. Saber cómo era ese lugar donde el pecado llevaba escote grande y falda corta. No fue lo imaginado. Quizá porque tardé en ir a visitarlo. En los 80 ya no era el lugar donde los matrimonios paseaban buscando algo pícaro que echarse a los ojos. Las drogas se habían apoderado de la zona y de las rotas almas de sus habitantes y visitantes. Además por entonces ya había otros lupanares repartidos por la villa. Ya no era tan raro de ver para un adolescente. Por asuntos familiares y hosteleros me tocaba trabajar hasta altas horas y cada noche pasaba junto a uno de ellos, camino de casa. No había glamour, ni chicas inocentes vestidas de verde como Irma la Dulce. Sino tangas, pechos al aire y ojos perdidos que miraban con una mezcla de condescendencia, interés comercial y hartazgo. Quizá por ello jamás entendí que muchas despedidas de soltero acaben en un prostíbulo. Pero eso no mermó mi interés por saber más sobre aquél barrio.
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El añorado historiador y compañero de columnas Imanol Villa describió en su maravilloso libro 'Bilbao en Negro' lo más sórdido y poco contado del viejo Botxo. Y recuerdo comentar con él algunos detalles. Como que la delincuencia no era cosa de ahora, que las huelgas de finales del XIX y comienzos del XX eran brutales o que la prostitución tuvo su aquél en nuestra capital. La culpa la tuvo el éxito comercial. Cierto que ser puerto de mar otorga arrabales con olor a sexo, pero fue la lana castellana y su exportación al norte de Europa la que subrayó este agujero en el mapa. Hablamos de mediados del siglo XV. Imanol, en su libro, recuerda lo que dejaron escrito Juan E. Delmás y Francisco de Hormaeche. «La extraordinaria concurrencia de extranjeros de todas las nacionalidades al mercado de Bilbao atraía muchedumbre de mujeres de mal vivir, que escandalizaban con su procaz desenvoltura a las gentes honestas y recatadas corrompiendo las costumbres».
Antes, como ahora, la culpa siempre era de ellas. Nunca del cliente. Total que, como no se puede poner puertas al campo, el Ayuntamiento optó por regularlo. En 1502 se estableció que las casas de mujeres públicas estuvieran en lugares apartados. Cosa que no era fácil dado el crecimiento de la villa. Sobre todo con el auge de la minería y la industrialización de ambos lados de la ría. En 1876 estaban registradas 243 mujeres dedicadas al mal llamado oficio más viejo del mundo. Y eso que Bilbao apenas tenía 27.000 habitantes. Menos de dos décadas después eran 1.168. La falta de higiene y la variada procedencia de la clientela hizo que aumentaran las enfermedades de transmisión sexual. Por lo que, en 1873, se aprueba el Reglamento de Higiene Pública. No funcionó del todo y años después otras leyes intentaron controlar lo incontrolable. La sífilis y la gonorrea alcanzaban cifras alarmantes y eran muchas las prostitutas que fallecían antes de llegar al hospital. Pero la afluencia de clientela no disminuyó. Lo que si cambio fue la ubicación. Desde el principio hubo un claro movimiento hacia Bilbao la Vieja. Sobre todo en el XVII. Y mediado el XIX se asentó en la calle Las Cortes. A tal punto llegó su fama de centro y capital de esta actividad, que todavía hoy ese nombre aglutina todo aquello que se entendía como barrio chino, pese a que otras zonas y calles colindantes también acogían tal actividad. Por no hablar del llamado elegante y señorial Bilbao que asistió, y aún asiste, al desembarco de la prostitución en sus calles. Pero La Palanca siempre será una. Por eso el de hoy es solo un pequeño aperitivo. Volveremos a ella. Para hablar de aquellos lugares, de los vecinos singulares y de las mujeres a las que Perales llamaba samaritanas del amor. En realidad, si lo fueron, eran del desamor.
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