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Cofrades rompen la hora el Viernes Santo en Calanda.

El Bajo Aragón rompe de pasión

De Calanda a Híjar y Alcañiz, viaje por la turolense Ruta del Tambor y del Bombo, que estos días ofrece una de las tradiciones más genuinas e inéditas de la Semana Santa española

Jorge Barbó

Lunes, 30 de marzo 2015, 01:22

Son las 11.58. Miles de personas en túnica morada se agolpan en la plaza de la iglesia. A pesar del gentío, sólo algún 'schhhh' acompañado de una mirada de reprobación quiebra un silencio respetuoso, que ni los pájaros se atreven a piar. Son las 11.59 y hasta los chiquillos callan. Mazo en ristre, el invitado de honor toma posición ante la piel ajada de un bombo de hechuras descomunales. Acaban de dar las 12.00 y, como movido por un resorte divino, el personal, al unísono y poseído, comienza a golpear tambores y bombos, como en trance, que el ruido y la furia le retumban a uno en las entrañas. Golpes secos, que entran por el estómago y sacuden todo el cuerpo del visitante, que aun de natural descreído, siente una rara emoción, que acaba por empañarle los ojos en lágrimas involuntarias. Estamos Calanda. Estamos en el bellísimo y durísimo Bajo Aragón. Y es Viernes Santo.

Mucho mejor, más bonito, con la pasión del que ha nacido allí, lo contaba Luis Buñuel en 'Mi último suspiro'. "A la primera campanada de las doce del reloj de la iglesia, un estruendo enorme como de un gran trueno retumba en todo el pueblo con una fuerza aplastante. Todos los tambores redoblan a la vez. Una emoción indefinible que pronto se convierte en una especie de embriaguez, se apodera de los hombres". Así recordaba el cineasta el Romper la Hora, centenaria tradición bajoaragonesa, que en Calanda, donde le hincan el diente a los melocotones más carnosos, tiene su máximo exponente. Y sí, diga Romper la hora y no eso tan feo de la rompida de la hora, que por aquellos lares, de Calanda a Híjar, de Andorra la que no es Vella, pero es bella- a Alcorisa, le descubrirá como un forastero de manual.

Los tambores, junto con el resonar metálico de las cornetas, componen la inquietante banda sonora de la Semana Santa cañí. En Sevilla acompañan los pasos de los penitentes por Triana, con las saetas como subidón fervoroso. En Bilbao acaban de marcar el paso de El Borriquito. Y en Verges, en Cataluña, la percusión es indispensable para alcanzar la atmósfera siniestra de esa Dansa de la Mort no apta para fieles impresionables. Pero en el Bajo Aragón adquiere todo el protagonismo de estos días que, otrora, se pasaban a bocados de torrijas y platos de bacalao y garbanzos de vigilia. Allí tambores y bombos golpean lo sagrado hasta que el asunto adquiere un componente de emoción que sólo puede ser comprendido por una tradición que hunde sus raíces en siglos y siglos aporreando la piel con, sí, sangre, sudor y lágrimas. Muchas lágrimas.

Los puristas le dirán que el romper la hora de Calanda es el más turístico y, por tanto, el menos tradicional. Que lo de juntarse para aporrear tambores y bombos como posesos para conmemorar la muerte de Cristo se dice que el personal trata de emular el sonido atronador que, al parecer, se escuchó en la Tierra cuando subió a los cielos- se lleva haciendo desde mucho antes en otros puntos. Que, ¡ojo!, en eso llevan toda la razón, porque hay pruebas documentadas de que, por ejemplo, en Híjar llevan haciendo aquello desde el siglo XII. Pero hasta los entendidos reconocerán que la de Calanda es la más especial. Por allá la tamborrada tiene lugar a plena luz del día, justo al mediodía de Viernes Santo, mientras que en otros puntos se sigue haciendo en la medianoche del jueves. Y, por supuesto, ningún otro pueblo contaba con un padrino como Luis Buñuel, que se encargó de filmarla y honrarla en sus películas.

El lector puntilloso dirá que bueno, que ver y, sobre todo, escuchar a un montón de turolenses dándole al tambor como si no hubiera un mañana tampoco es un motivo demasiado seductor como para hacerse un porrón de kilómetros. Igual tampoco se le podrá convencer con que aquello es cosa seria y que la tamborrada bajoaragonesa está declarada como fiesta de Interés Turístico Nacional, pero, sin lugar a dudas, la belleza de estos pueblos cosidos a la piel del tambor sí merece coger carretera y manta. Puede ser buena idea tomar Alcañiz como base de operaciones y lo suyo sería alojarse en ese castillo de los Calatravos, que ejerce de noble vigía del pueblo, aunque es tirando a probable que este parador esté hasta la bandera en estas fechas. No importa. La capital de la zona ofrece buenos sitios para hospedarse y pasear por esa plaza de España que muestra con orgullo su lonja gótica, bien cerca de la excolegiata barroca de Santa María y a tiro de piedra de la plaza de los Almudines y la fuente de los 72 caños, que ya son caños.

Los tambores le llevarán a Calanda, claro, de donde si es goloso -morrudo, le dirán por allá- se irá con un buen tarro de melocotón en el almíbar que, no es por nada, pero por allá lo hacen de tener que santiguarse unas cuantas veces, porque esa fruta carnosa como ella sola, bañada en ese sirope tiene que ser pecado a la fuerza. El visitante tendrá que bajar glucosa recorriendo el pueblo, entre iglesias, ermitas, penitentes y señoras en luto. No puede largarse sin entrar al Centro Buñuel, que no está muy claro qué demonios pensaría don Luis si supiera que se cobran tres euros y pico por la entrada, pero merece la pena. También merece visita Híjar, con sus barrios judío, morisco y cristiano. Del primero conserva la sinagoga, reconvertida por obra y (no tanta) gracia real en ermita, de San Antón para más señas y del segundo esa iglesia de la Magdalena que fue mezquita.

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