En un mercado hamer
El gran acontecimiento social vacía las tierras que rodean el río Omo, la mayor concentración étnica de África
Sergio García
Lunes, 4 de julio 2016, 02:09
La niña de la imagen no tendrá más de 10 años, pero su padre calcula ya el tiempo que le queda para contraer matrimonio. Pertenece a la etnia hamer, la más populosa de cuantas habitan el sur de Etiopía. Se adorna con conchas y abalorios de vivos colores, y unta su pelo con una mezcla de arcilla roja y aceite. Igual que hace su madre y antes hizo la madre de esta, así hasta el comienzo de los tiempos. Su vida no será fácil. Pese a su aparente fragilidad, soportará cargas de trabajo más propias de las bestias, parirá con dolor los hijos que sean necesarios para cuidar el ganado y enfrentar a las tribus rivales, sufrirá castigos corporales que amedrentarían a cualquier hombre; y a la edad en que sus congéneres del Primer Mundo ocultan sus primeras patas de gallo, ella pasará por una ciruela seca, decrépita y desdentada. Es este un país atravesado de arriba a abajo por el Rift, ese valle sacudido hasta los cimientos por fuerzas de la naturaleza en tiempos inmemoriales. Una suerte de frontera entre el desierto y las colinas verdes, donde los rebaños de ganado se deslizan por pistas de tierra y los aldeanos haraganean. La cuna de la humanidad.
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La ruta elegida conduce desde el río Omo hasta Jinka, entre wadis secos, charcas de arenas movedizas y campos de mijo, sorgo y sésamo. Una agricultura de subsistencia. Las mujeres recorren los caminos cargadas como mulas con bidones amarillos y bebés a la espalda. Es jueves, día de mercado en Dimeka. El cauce del río apenas lleva agua y la gente se asoma a la orilla desde primera hora, después de una travesía que a muchos les ha llevado toda la noche. Ellos visten apenas un taparrabos y collares donde predominan el rojo, el verde y el negro. Se contonean descaradamente cuando pasan junto a los grupos de mujeres y se desnudan a la vista de todas con el aparente propósito de darse un baño y quitarse el polvo del camino. Todos los caminos confluyen al pie de un ficus enorme, que es a un tiempo escuela y ágora, donde las ramas esperan un golpe de brisa para silbar su melodía. Vano intento, porque el calor es sofocante.
Las mujeres que se acercan al pueblo lucen túnicas de colores chillones y brazaletes de metal en brazos y piernas; nada que ver con las tenderas, con faldas de cuero y camisetas desteñidas, que despliegan su mercancía en el suelo y no tardan en empaparse del polvo que lo invade todo. La selva no deja de vomitar gente y la plaza se llena de clientes y curiosos. A la venta hay semillas, cerámicas, boniatos, verduras, café, el 'kat' de efectos alucinógenos que mastican y embota los sentidos... También tallas de madera y koras, esa especie de guitarra que es santo y seña de África, pero con menos cuerdas. Tres adolescentes se han colocado a la entrada del mercado y desde allí reciben miradas con aparente desdén y las reparten como águilas al acecho. Presumen, como en cualquier otro lugar del mundo mientras las chicas pasan a su lado como por casualidad. Unos y otros esperan el 'Ukuli Pula', la ceremonia que marca el paso de la pubertad a la madurez, seguida por lo general del matrimonio. Ellos deben saltar cuatro veces, dos en cada sentido, sobre una recua de bueyes. Si caen al suelo, los ancianos de la tribu lo interpretarán como un mal augurio y aplazarán la boda hasta el año que viene, suponiendo que entonces superen la prueba. En cuanto a ellas, suplicarán a los hombres que las golpeen con varas en la espalda, una grotesca prueba de que pueden aguantar cualquier sufrimiento, resistentes como piedras. Un buen partido. El castigo dejará cicatrices indelebles, que lucirán con orgullo ellas y sus familias. Ver para creer.
Todos beben 'chai', el té que hermana a los pueblos; más barato que la hidromiel, que lleva el conflicto a los hogares e inunda la noche de gritos y peleas. Lo venden en una pequeña tienda de la que asoman lo mismo parasoles que mudas, mientras de unos rudimentarios maniquíes -de tez blanca, vaya a saber de dónde han salido- cuelgan camisetas y pareos. Tampoco falta ese calzado omnipresente en todos los mercados africanos, unas chanclas hechas con neumáticos que han perdido cualquier resto de dibujo, recauchutados hasta el delirio. Entre la masa abigarrada predominan los hamer, de quienes dice la tradición que inventaron el fuego, pero no son la única etnia presente. Hay karos, como los del poblado de Korcho, en la curva del río Omo; banas que se dirigen a Key Afer y a Jinka; dorzes, que viven en casas con forma de elefante y que hemos visto desde Arba Minch... Incluso mursis, las mujeres terriblemente mutiladas con discos de barro cocido que les perforan los labios hasta dejarlos como colgajos; ellos, orgullosos pastores que han cambiado el cayado por el kalashnikov. Mientras los faranji (extranjeros) buscan una sombra, ellos parecen inmunes al calor. Son la cara más exótica de un continente donde la luz destella en los ojos de la gente mucho tiempo después de que el sol se haya ocultado tras la línea del horizonte.
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