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Puesta de sol en Estambul, ante la Mezquita Azul.
Burkas y pastelitos en Estambul

Burkas y pastelitos en Estambul

La vieja capital otomana tiene dentro muchas ciudades que son muy distintas. Pero todos los barrios tienen algo en común: las teterías y su singular ecosistema

Luis López

Domingo, 29 de marzo 2015, 01:40

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Un hombre de gesto hosco se acomoda en la barra brillante de la tetería. Viste ropa de faena. Su chaqueta y pantalones tienen salpicaduras de pintura o escayola, y su pelo y su barba están cubiertos de polvo. Mira ceñudo una telenovela en la tele. En su mano derecha sostiene un pequeño baklava, que paladea a mordisquitos; junto a la izquierda, un vasito de té rojo.

Este individuo forma parte del ecosistema singular que se forma a media tarde en las teterías de Estambul, templos de la vida social. Allí, lo mismo hacen un descanso en su faena los obreros de la construcción, que acuden ancianas con nietos o se juntan grupos de mujeres con burka. Estas últimas han desarrollado una habilidad especial para introducir los alimentos y las bebidas por debajo de las telas para consumirlas sin dejar a la vista ni un milímetro de piel. A veces, se les escucha reir.

Estambul es una de las ciudades más cautivadoras del planeta. Ya su historia tiene resonancias épicas: fue Bizancio y Constantinopla, fue capital del Imperio Romano y del Imperio Otomano. Tiene raíces cristianas y musulmanas. Y está a la vez en Europa y Asia, partida en dos por el estrecho del Bósforo, que conecta el mar Negro con el de Mármara. Con ese pasado y semejante ubicación, la mayor ciudad turca es una sucesión de tesoros: desde las antiguas murallas hasta la Mezquita Azul y Santa Sofía. La cisterna y el palacio Topkapi. De fondo, las llamadas a la oración desde los minaretes rodeados por enjambres de gaviotas. Con sus más de 14 millones de habitantes, se la conoce como la ciudad de las mil mezquitas, pero no es cierto. En realidad, hay más de 2.500.

Casi al mismo nivel que todo lo anterior están los escaparates de sus pastelerías y teterías. Bandejas de baklavas superpuestas brillan a la luz de los fluorescentes. Son pequeños pasteles elaborados con frutos secos molidos y hojaldre, empapados en almíbar o miel. Les acompañan todo tipo de dulces construidos con precisión milimétrica pero siempre con varios puntos en común: son contundentes, diminutos, y de ingredientes y colores naturales, con predominio del marrón del hojaldre y los frutos secos, y el verde de los pistachos. Emergen estos establecimientos casi en cada esquina, con la misma profusión que aquí se suceden bares y cafeterías.

La mezquita Azul y Santa Sofía

Proponemos de manera esquemática un recorrido por Estambul que puede durar horas o días, un paseo por las diferentes ciudades que, sin mezclarse, conforman esta megaurbe. Se puede arrancar al norte del barrio Fatih, las zona más musulmana. Al salir de la mezquita Mihrimah Sultan es posible encontrar a la puerta a un grupo de voluntarios repartiendo lokma gratis para confirmar que la repostería en Turquía alcanza otra dimensión. Se trata de unas bolas de masa frita con las que se ha logrado lo imposible: un dulce borracho y crujiente a la vez. Pegajoso por fuera, de caparazón rígido e interior almibarado. El Grecia lo adoptaron con el nombre de loukouma, y se parece bastante al gulab jamun indio.

Hacia el sur discurre la avenida Fevzi Pasa, con sus aceras atestadas y bulliciosas, sus teterías repletas y una sucesión de mezquitas con las puertas siempre abiertas. A lo largo de varios cientos de metros, decenas de escaparates con miles de maniquíes que posan con vestidos de novia mayoritariamente muy entallados. Casi todos llevan la cabeza cubierta. Es una zona muy comercial, y los barrios residenciales y humildes, donde grupos de ancianos se sientan en sillas desvencijadas a las puertas de sus casas, se encuentran al este, en las cuestas que se desploman hacia el Cuerno de Oro.

Siguiendo hacia el sudeste las calles se estrechan, está el Gran Bazar con sus baratijas e imitaciones, y tras cinco kilómetros de caminata llega el santo y seña de Estambul: Sultanahmet con la mezquita Azul y Santa Sofía, con la cisterna, con sus decenas de autobuses, sus multitudes y los farsantes locales que atrae el turismo de masas.

De ahí hay que girar al norte y bajar hacia el mar. Entrar en el mercado de las especias y asistir a una sinfonía de olores y colores que se mezclan en pasillos atestados. Luego, cruzar el Puente de Gálata, con sus filas de pescadores extrayendo peces del Cuerno de Oro -así llamado por las mansiones opulentas que en los buenos tiempos se sucedían en sus riberas-.

Entramos en el barrio de Beyoglu, el más comercial, donde se respiran aires más occidentales. Tras subir por callejuelas y pasar junto a la torre de Gálata se llega a Istikal, la principal arteria de Estambul, una avenida peatonal flanqueada por las grandes multinacionales de la moda y atravesada por el tranvía histórico. Desemboca en la plaza Taksim, escenario de tumultos y celebraciones pero, a diario, únicamente lugar de paso para miles de vecinos y turistas.

Hacia el noreste está Besiktas, el barrio más opulento. Centros comerciales de lujo se elevan sobre terrazas cubiertas donde las hijas de la clase dirigente fuman y beben alcohol embutidas en minifaldas chillonas, mientras los chavales, con gafas de espejo, hacen rugir sus coches. El Bósforo está a dos pasos de aquí. Está bien tomar un ferry para cruzar a Asia, caminar por el barrio de Uskudar, comer pescado en su mercado, pasear por la ribera.

En total, unos quince kilómetros para repartir en varios días y con varias paradas en esas teterías donde el tiempo se detiene durante quince minutos.

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