La última redera de Santurtzi
Tras más de 20 años cosiendo bolintxis, Arantza Magunazelaia recibirá mañana un homenaje con motivo de la fiesta popular del Sardinera Eguna
Diana Martínez
Santurtzi
Viernes, 3 de octubre 2025
Santurtzi siempre ha sido un municipio ligado a la mar, con profesiones duras pero vitales para el desarrollo económico del enclave. Los arrantzales que se ... adentraban cada día en sus embarcaciones para capturar el preciado pescado; las sardineras que aguardaban en el puerto a la llegada de los pesqueros y recorrían toda la orilla de la ría hasta Bilbao vendiendo la mercancía al grito de 'Quién compra, sardinas frescué' –tal y como reza la popular canción–; y las rederas, encargadas de arreglar y coser las redes de pesca para que los barcos pudieran salir de nuevo a la mar.
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Trabajos llenos de tradición y que con el paso del tiempo han ido mermando. A día de hoy solo queda una redera viva, Arantza Magunazelaia (1947), que será homenajeada mañana, sábado, con motivo de la celebración del Sardinera Eguna, una fiesta popular que busca honrar la labor de las mujeres santurtziarras. «Estoy contenta, muy ilusionada, han sido muchos años» dedicados a esta noble procesión, afirma a EL CORREO esta vecina de Mamariga, cuya familia siempre ha estado vinculada a la mar. «Mi madre y mi abuela eran sardineras, y mi abuelo, pescador, tenía un barco». Su padre, en cambio, trabajaba en una fábrica.
«Empecé a trabajar a los 14 años, nada más salir de la escuela. Habré cosido más de 200 redes»
Arantza ejerció como redera durante más de dos décadas, tiempo en el que ha cosido «más de 200 redes». Y desde que tenía 14 años. «Nada más salir de la escuela empecé a trabajar ahí». Como en prácticamente toda familia de antaño, los menores iniciaban a temprana edad las labores para ayudar económicamente en el hogar. «Mis hermanas ya estaban trabajando y había que aprender a coser el bolintxi –término que hace referencia a las redes con las que se pescaba en Santurtzi–. Yo era la más joven, la única hija que cosía en el grupo. Las demás eran las mujeres de los patrones de barco», explica. Y ahí, entre féminas que se convirtieron en una segunda familia, encontró su lugar.
Fueron años de alegría, recuerda Arantza emocionada. «No era un trabajo tan duro, yo era feliz. Estábamos sentadas en el suelo, sobre un cojín. Poníamos la radio y escuchábamos las novelas», comenta entre risas. Pero sí había momentos complicados. «Cuando entraba la lancha con el bolintxi roto y había que coser para que saliera al mar otra vez, teníamos que ir hasta el barco y trabajar con la red mojada, eso era lo más difícil. Si no, cosíamos en el puerto o cubiertas en un pabellón de Capitán Mendizábal –calle actualmente denominada Itsasalde–», explica. Además, las redes antes eran de algodón, lo que obligaba a sacarlas al 'relleno' –como se denominaba al terreno ganado al mar hoy conocido como el paseo Reina Victoria– para secarlas. «No es como ahora, que son de nailon y se secan antes».
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«Al principio solo recibía propinas de los patrones y luego cobraba 5 pesetas a la hora, era muy poco»
El esfuerzo que tanto Arantza como sus compañeras de profesión hicieron no estaba recompensado. «Mientras me enseñaban, que por cierto tenía una maestra muy buena, se llamaba Piedad, no cobraba nada. Solo una propina que me daban los patrones, pero solo a mí, que estaba aprendiendo. El resto de mujeres cobraba unas cinco pesetas a la hora. Después cobré como ellas. Luego fue subiendo a siete y diez, pero lo máximo que subió fue a quince la hora. Se pagaba muy poco», lamenta. Y eso con jornadas laboriosas que arrancaban por la mañana, de 10 a 13 horas, y continuaban por la tarde, de 15 a 20. Además, recalca, «nos pagaban cuando terminábamos de arreglar las averías de la red, que podíamos tardar entre una o dos semanas, a veces incluso más».
Sin relevo
A pesar de ello, Magunazelaia alberga «recuerdos bonitos de aquella época». Como cuando el día de La Magdalena, el santo de las rederas, «cogíamos el día libre por nuestra cuenta y nos íbamos a Bilbao, a un restaurante que había en Begoña. Nos daban una propina los patrones y con eso y un poco más que teníamos nosotras pasábamos el día. Estábamos muy bien». Por otra parte, «todos los días merendábamos un café en el puerto. Y como yo era la más joven, me encargaba de llevarnos la bebida. Nos llevábamos todas de maravilla, había muy buen rollo, no discutíamos nunca».
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De aquellas mujeres que la acompañaron o compartieron la misma profesión, no queda nadie. «Solo yo», se resigna Arantza. Y ahora casi no hay féminas que se dediquen a esta profesión. En Bizkaia apenas quedan un puñado en Lekeitio y Bermeo. Desde el Gobierno vasco admitieron a primeros de este año la necesidad de «atraer al sector a nuevas generaciones para revertir el envejecimiento del colectivo». Con la mirada puesta en el puerto pesquero, esta santurtziarra subraya que «los jóvenes de hoy en día no quieren trabajar en un sector así, y tampoco quedan maestras. Pero sin la inmigración, las lanchas estarían atadas. En los últimos años, los barcos solo consiguen salir gracias a los inmigrantes, que se encargan de las redes, tanto aquí como en otros puertos».
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