Borrar
Ortuella: 40 años de duelo

Ortuella: 40 años de duelo

El 23 de octubre de 1980 una explosión de gas propano mató a 50 niños y 3 adultos en el colegio público del pueblo

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Viernes, 23 de octubre 2020, 00:02

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

El recuerdo y el olvido se entrelazan de manera peculiar. Son las sensaciones que han convivido en Ortuella –al principio con furia, después de una forma más serena– desde que, tal día como hoy hace 40 años, una explosión de gas en el colegio público Marcelino Ugalde se llevó por delante la vida de 50 alumnos de 5 y 6 años, la de dos profesores y la de la cocinera. Habrían sido muchos muertos en cualquier lugar. Pero, para un pueblo pequeño como Ortuella, que por aquel entonces rondaría los 9.000 habitantes, fue una auténtica conmoción. Perder de un plumazo, en una soleada mañana de octubre, a medio centenar de sus niños –porque eran los niños de todos, hijos de unos, nietos de otros, vecinitos, amigos– dejó una herida abierta que sigue cicatrizando, al menos mientras vivan quienes conocieron y quisieron a aquellos pequeños que salieron de sus casas para ir al cole y nunca volvieron.

Este es el relato de lo que ocurrió aquel viernes, cuando un terrible estruendo, que se oyó en seis kilómetros a la redonda, marcó el inicio de una de las mayores tragedias que se han vivido en Bizkaia.

  1. La explosión

    «La mesa del profesor me cayó encima y me salvó»

Josemi Benítez

Faltaba un minuto para las doce cuando todo Ortuella tembló con el ruido seco de una explosión descomunal. En los pueblos cercanos también la oyeron, y los rumores se desataron enseguida: quizá se les había ido la mano en la cantera con alguna voladura o tal vez ETA, en el peor momento de los 'años de plomo', había colocado alguna bomba... Pero no era ni una cosa ni la otra. Se trataba de una tragedia para la que nadie estaba preparado. Una bolsa de gas propano se había ido formando bajo el colegio público, situado en la parte alta del pueblo, y estallado cuando el fontanero municipal encendió el soplete para arreglar una avería. La parte más afectada fue la planta baja de una de las esquinas, donde estaban situadas las aulas de 1º de EGB, los benjamines de la escuela. Ellos se llevaron la peor parte, especialmente tres aulas, la del profesor Emilio Morlas y las de sus compañeros Goyo y Conchi, que fallecieron ambos junto a la mayoría de sus alumnos, recién llegados a la clase tras el recreo.

Gráfico.
Gráfico. Josemi Benítez

«A veces pienso en los críos y me digo 'Nekane salió, pero Miguel no'. Y yo estoy aquí...», cuenta Emilio, ahora jubilado, que en aquella época era un profe novato, con solo tres años de experiencia y mucha ilusión. A él lo sacaron de entre los escombros y lo metieron en un coche particular, con niños heridos, camino del hospital de Cruces. Antes de ser evacuado, le dio tiempo pedir a quienes lo rescataron de entre los cascotes que siguieran cavando, que había una niña más abajo. Era Nekane. Seguía viva y llamaba a su madre. «Yo estaba junto a la mesa del profe y con la explosión me cayó encima y me protegió, hizo como una burbuja. Lo siguiente que recuerdo es estar sepultada, mirando por una rendija cómo la gente se esforzaba por sacarnos», recuerda ahora Nekane Garay, que justo aquel día cumplía 6 años. En otros puntos del colegio, menos afectados, los maestros guiaban a los chavales hacia la calle como podían –algunos saltaron por las ventanas– por temor a nuevas explosiones. Un reloj roto que alguien extravió marcaba las doce menos un minuto. Aún se desconocía que, para medio centenar de familias, se había parado el tiempo.

  1. La reacción

    «Aquello nos desbordó, no sabíamos ni qué hacer»

Un radioaficionado que iba camino de Muskiz en el momento del accidente fue el primero en dar la voz de alarma. Los servicios de emergencias se pusieron en marcha, pero los primeros en llegar al colegio fueron los vecinos de Ortuella, los padres de los críos. Muchos vivían al lado y pudieron ver el desastre desde sus ventanas antes de bajar corriendo. Otros oyeron el estruendo y subieron a la carrera desde todos los puntos del pueblo. Es una cuesta muy empinada, pero corrían como solo puede hacerlo quien teme por la vida de sus hijos. Tan rápido iban –la mayoría mujeres, casi todos los hombres estaban trabajando– que el camino hacia el colegio quedó sembrado de zapatillas de casa perdidas. Durante ese doloroso recorrido se preguntaban unos a otros qué había pasado, qué se sabía... con el corazón en un puño. Al llegar, sus peores temores se quedaron cortos. Y todos a una empezaron a retirar los escombros para recuperar a los niños atrapados. Enseguida llegaron los Bomberos del parque de Trapagaran, los primeros efectivos de emergencias en aparecer. Las sirenas ya no pararían de sonar.

Noticia Relacionada

«Lo que vimos era indescriptible. Los vecinos buscaban a sus hijos, algunos se desmayaban... Hasta que llegaron los sanitarios y las enfermeras, aquello nos desbordó, no sabíamos ni qué hacer, salvo evitar que los padres y las madres, en su búsqueda desesperada, fueran víctimas de los derrumbes», recuerda Santiago González, bombero jubilado, que tiene presente aquel día «como si fuera hoy». La DYA, la Cruz Roja –con jóvenes voluntarios que estaban haciendo la mili–, todos intentaban poner orden en medio de un caos que les superaba. Madres y padres buscaban a sus hijos entre los vivos y entre los muertos. A veces era difícil distinguirlos. Algunos, en medio del shock, se llevaban en brazos a pequeños que no eran los suyos. Cuando se pudo acordonar la zona, comenzó la espera: uno vivo, dos muertos, otro vivo. Así, en esa rifa cruel, pasó el pueblo varias horas.

  1. El rescate y el traslado

    «Mi padre hizo varios viajes... algunos niños no llegaron»

Entonces no existía la A-8 y la N-634 se colapsó. Las caravanas duraron seis horas. Todos los recursos se volcaron en Ortuella. Las grandes fábricas de la margen izquierda, como Petronor o Babcok & Wilcox, mandaron sus ambulancias y las últimas empresas mineras de la zona, como Agruminsa, que tenía servicio sanitario propio, lo pusieron a disposición del pueblo. Aun así, se trasladó a más heridos en coches particulares que en ambulancias. Los supervivientes recuerdan cómo algunos padres de niños fallecidos llevaban a los heridos al hospital de Cruces: en unas ocasiones, apartando a un lado su propio dolor; en otras, ignorantes aún de su pérdida y confiados en que alguna otra persona estuviese ayudando a sus pequeños. «Mi padre tenía un Land Rover y estuvo venga a hacer viajes al hospital. Eran niños heridos, pero alguno ya no llegó...», explica Alfonso Moya, un alumno de primero que salió ileso de la explosión y se 'escapó' a casa, donde no encontró a nadie porque ya habían salido a buscarle. Muchos críos hicieron lo mismo, presas del pánico, en vez de quedarse agrupados como pedían los maestros, y eso aumentó la incertidumbre y el calvario de sus familiares, que no sabían dónde estaban. A Alfonso lo encontraron poco después; su primo Pedro, en cambio, murió en el siniestro.

Los momentos de caos y dolor se sucedieron durante horas. Sobre las cuatro y media de la tarde, las principales tareas de desescombro y rescate habían finalizado. Para esa hora, todos conocían ya el destino de sus niños. Y el de los demás. Casi todos los fallecidos habían muerto en el acto –muchos, por la fuerza de la onda expansiva–, pero entre la treintena de heridos había una docena muy graves y algunos no pudieron salir adelante. En total, fueron 53 víctimas mortales. Esa misma tarde llegaron a la zona el lehendakari Carlos Garaikoetxea y Marcelino Oreja, entonces gobernador general del País Vasco. La estructura del colegio, construido a prueba de terremotos en 1973, aguantó, pero las fachadas habían desaparecido. Donde por la mañana había críos jugando y aprendiendo ya no quedaba nada.

  1. El pueblo en la calle

    «Aquello marcó mi vida, me dejó el alma tocada»

Bilboko Udal Artxiboa/ Archivo Municipal de Bilbao. Fondo La Gaceta del Norte

El alcalde de entonces, el socialista Manuel Fernández Ramos, todavía se estremece al recordar aquel día, cómo acudió tras oír la explosión y se remangó la camisa para sacar a los críos hasta que alguien le dijo que no tenía que estar allí, sino organizándolo todo desde el despacho. El teléfono echaba humo y él pedía ayuda, ayuda y más ayuda, pero lo peor vino por la tarde, cuando recibió en el Ayuntamiento a los padres de todos los fallecidos. Medio centenar de vidas rotas pasaron ante sus ojos. Manuel sólo tenía 30 años y llevaba poco al frente del pueblo. «Ha sido el hecho que más ha marcado mi vida. Era muy novato y me dejó el alma tocada. Me venían los padres y madres... y todos, todos, eran conocidos. Y yo decía '¿tú también?'. Abrazos, lloros... una pesadilla», relata Manuel, a quien se le siguen arrasando los ojos al rememorar aquel 23 de octubre. La jornada fue larga, empezaba a anochecer y todo Ortuella seguía en la calle ¿Por qué? Nadie sabía qué hacer, todos querían ser útiles y no sabían cómo. Así que se formó una muchedumbre en la plaza del pueblo, frente al Ayuntamiento. El alcalde tuvo que salir al balcón y dirigirles unas palabras. «Les di las gracias y les dije lo que sentía, que eran el mejor pueblo del mundo –se le quiebra la voz–. Pero que se tenían que ir a casa porque venían días muy duros». Qué razón tenía.

  1. El funeral

    «Todas las familias fueron extraordinariamente fuertes»

Al día siguiente, Ortuella enterró a sus niños. Desde los hospitales de Basurto y Cruces salió una procesión de coches fúnebres, cada uno con dos pequeños ataúdes blancos en su interior, salvo los de los adultos, grandes y negros. El funeral tuvo que celebrarse en una enorme nave industrial de Talleres Noguera, en la parte baja del pueblo, cerca de las minas, porque no había iglesia capaz de acoger tantos ferétros y tantos asistentes. Miles y miles de personas venidas de toda Bizkaia quisieron despedirse de los niños. También llegaron desde todos los puntos de España los familiares de los fallecidos: entonces, el 90% de los habitantes de Ortuella eran emigrantes, la mayoría de Andalucía, Extremadura, Galicia y Castilla. «Obrerazos en el mejor sentido de la palabra», como describió entonces el alcalde. Aquella gente luchadora había dejado su tierra para darles una vida mejor a sus hijos... y los acababa de perder. Fernández Ramos subraya algo: «Todos fueron extraordinariamente fuertes». Los restos fueron trasladados al cementerio –el recorrido fue lentísimo, por la muchedumbre que los acompañaba– y, cuando ya había oscurecido y llovía a mares, tuvo lugar en un ambiente más íntimo el entierro. Todos los críos juntos, en un muro de nichos cubiertos por una montaña de flores.

  1. Y la vida sigue

    «El pueblo perdió la alegría: se hablaba a media voz»

Al final, se dictaminó que el accidente fue el resultado de un cúmulo de factores y el fontanero municipal, que sufrió graves quemaduras y tenía una hija en el colegio, fue exculpado por los expertos que investigaron los hechos y por la justicia, aunque sufrió un auténtico calvario personal. No hubo juicio: se realizó lo que se llama un 'allanamiento' del Estado, es decir, que la administración central asumió su responsabilidad y los padres fueron indemnizados. Algunos acudieron a por el cheque serenos; otros, enfadados; y muchos avergonzados y con la cabeza gacha, como si ese dinero fuese una 'traición' a la memoria de sus chavales.

«El pueblo perdió totalmente la alegría. Se hablaba a media voz, no se cantaba en los bares», describe Fernández Ramos. Hubo mujeres que llevaron el luto más de un año y, todavía hoy, la gente que pasea por la zona acude al cementerio «a ver a los niños», como si fuese irrespetuoso pasar por allí sin detenerse. A los pequeños fallecidos se les echaba de menos en casa, en la escuela, en la calle y en los descampados donde se jugaba entonces. Y cada cual sobrellevó el dolor lo mejor que supo. Muchos, trabajando a destajo para que el tremendo golpe no paralizase Ortuella –el alcalde, los concejales, los maestros, los psicólogos...– y, otros, los que habían sufrido las pérdidas más directas, volcándose en otros quehaceres, en otros hijos y entregándose a esa inercia despiadada pero necesaria de que la vida sigue, no se para como un reloj roto sin dueño.

  1. Vídeo-documental

Vídeo. Marta Madruga | Pablo del Caño | Igor Gandiaga

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios