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Al Ayuntamiento de Bilbao le gusta muchísimo hacer encuestas. En las últimas semanas le ha estado preguntando a la gente sobre si debería extender la zona de bajas emisiones a barrios más allá del centro, y de qué manera debería hacerlo. También sobre si ... los semáforos tendrían que estar en verde más o menos tiempo. Y sobre proyectos innovadores en la ciudad también ha estado preguntando.
Antes, hace ya más tiempo, había consultado al pueblo, así, en formato encuesta encargada a las firmas habituales, por los usos que se le deberían dar al edificio Nogaro, que se utiliza como almacén después de invertir en su compra 1,7 millones de euros cuando se pensaba que iba a ser la locomotora en la recuperación de Artxanda. La consulta se extendió a qué se quería para La Nueva Casilla, proyecto que también pinchó al no aparecer ninguna empresa interesada en levantar ahí un equipamiento que diese vida a la zona.
Otras veces se pregunta sobre la imagen del propio Ayuntamiento, sobre si la gente está a gusto viviendo en Bilbao y sobre las principales preocupaciones de la ciudadanía. Se pregunta por la seguridad, por la limpieza, por el sentido de pertenencia y por la intensidad de la bilbainía. Se pregunta, en fin, por casi todo y de manera intensiva. No asombra tanto que se escuche la voz del pueblo como la profusión y el nivel de detalle de las encuestas. Sugiere esto más preocupación por la imagen que por el buen gobierno.
En la mayoría de los casos, ante los cuestionamientos sobre urbanismo o movilidad o asuntos así de técnicos, el ciudadano medio y prudente sólo puede responder: «Ni idea». Y añadir: «No eres tú, Gobierno, quien tiene todos los datos y todo el tiempo para tomar esas decisiones, para solucionar esos problemas. Acaso no te pagamos para eso».
No es solo el Ayuntamiento de Bilbao, claro. Son muchas más administraciones las que proceden de manera similar, siempre pendientes de diseñar políticas complacientes con las mayorías, entendiendo así el interés general, el bien común, como la suma de pequeños egoísmos individuales.
Algunas veces también pasa que, por cualquier cosa, no gusta lo que sale en las encuestas, y entonces se quita la pregunta. Por ejemplo, la Diputación de Bizkaia, en su último sondeo hecho público la semana pasada, ya no consultó a la ciudadanía sobre el Guggenheim de Urdaibai; hace un año era su proyecto peor valorado y el único que suspendía. Lo mismo esto le augura un mal futuro.
Con tanto preguntarle a la gente podríamos estar ante el perfeccionamiento de la democracia directa. O podría ser que las instituciones únicamente se estén limitando a buscar el camino para tomar decisiones inocuas, para evitar el coste político de impulsar medidas impopulares. O puede incluso que sea la manera de buscar ideas en la calle cuando en los despachos no se encuentran.
Dicen los expertos en estas cosas que, siendo obligado escuchar a la gente como principio básico e ineludible –hay mecanismos variados más allá de las encuestas–, dejarse llevar por el furor demoscópico tiene sus riesgos porque la opinión pública es volátil, muy sensible a condicionantes externos, a modas, a impactos fugaces y cambiantes. Tomarlo como referencia prioritaria puede llevar a adoptar decisiones cortoplacistas y melifluas.
Recordemos el renacimiento de Bilbao que asombró al mundo, la decisión arriesgadísima de levantar una mole de titanio sobre todo aquel fango negro. ¿Qué habría pasado si en aquel entonces los dirigentes funcionasen en base a encuestas? ¿Habría sido aquello posible con los políticos actuales y con sus sondeos de opinión?
A veces gobernar bajo la demoscopia es como gobernar haciéndole caso al vecino del quinto. Y teniendo a un vecino en el quinto tomando las grandes decisiones, ¿quién necesita gobiernos interpuestos?
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