Dicen que hoy podría volver. Ojalá. Hay quien adora al sol. Otros preferimos días nublados, que de irradiar buen rollo ya nos encargamos nosotros. El ... calor está sobrevalorado. Siempre lo estuvo, pero ahora nos dan la razón. No es casualidad que el turismo mire cada vez más al norte de la Península. Hace no mucho el verano de postal duraba en Euskadi dos días. Y siendo generosos. Pero, sea por el cambio climático que dicen unos o el ciclo natural que apuntan otros, lo único cierto es que ya no llueve como antes. Cae. Pero a lo loco. Una tromba aquí, otra allá. Punto. Y si las nubes que nos frecuentan descargan menos, su forma de hacerlo tampoco es ya lo que era. Y ahí entra el sirimiri.
El pasado martes y el miércoles regresó a Bilbao. Como siempre. Cuando menos te lo esperas. Es lluvia juguetona con alma de baldosa botxera. Si la segunda es propensa a salpicar desde abajo, a la primera le hace gracia mojar con disimulo. De ahí que su nombre sea tan curioso. Sirimiri proviene del euskera zirimiri o xirimiri, que a su vez derivó a la actual grafía vasca txirimiri. Dicen, aunque no se ponen de acuerdo, que la onomatopeya tiene que ver con ella. En concreto el xiri-xiri que evoca al sonido casi imperceptible de esa fina lluvia al caer sobre los tejados. En los nuestros y en otros. Esa forma que tiene el cielo de callado llorar no es exclusivo de esta tierra. Hay otros lares, como Galicia, donde lo llaman orvallo. Y en Asturias orbayu. Tampoco falta el castellanizado y rotundo calabobos. Que lleva verdad a medias.
No se puede negar que al neófito, por lo general foráneo, le pilla de aquella manera. Ya decíamos que es lluvia juguetona. Incluso puñetera. Porque parece que no, pero cala. Hasta los huesos como te despistes. En tiempos de gabardina y txapela no pasaba nada. Pero sin ambas la cosa puede acabar en modo ducha. Pero como decía, siendo cierto, a veces se agradece. Como la semana pasada. Bilbao era un horno y su llegada fue un alivio. Veías a las gentes mirar hacia el cielo para que el txirimiri cayera sobre sus caras, con esa suavidad que más que llover parece que nos nebuliza. Ese instante no tiene precio.
Por eso me apena que haya civilizaciones que jamás en su vida han vivido, ni vayan a vivir, esa placentera experiencia. Porque no se da en todas partes. Ayuda ser valle, la proximidad de los montes y la cercanía del mar. La ciencia dice que se forma en capas de nubes bajas, estratos, sobre zonas costeras. Allá donde la humedad del mar se condensa al chocar con la costa. La combinación de la bajada de temperaturas y esa alta humedad relativa favorece su formación. Se lo contaba hace unos días a un amigo de tierras castellanas que miraba al cielo del Botxo como quien ha visto un ovni. Era esa vieja paisana que iba y venía pero que ningún año fallaba. Por eso alegra que, en estos tiempos donde tememos a la lluvia por venir poco y cuando lo hace descargar como si estuviera enfadada, haya jornadas como estas. Momentos en que el cielo nos recuerda que esas ráfagas de agua de las terrazas pijas no son cosa de ahora. El txirimiri, y sus amigas las nubes, ya lo llevaban haciendo desde la noche de los tiempos. Por eso lo adoro.
Con la grafía que cada cual desee y dando nombre a lo que le de la gana. He visto tabernas, tiendas, veleros, empresas, prendas o bebidas. Pero, esta semana, fue más allá. Zirimiri. Así quieren inscribir a su futura hija una pareja que conocí no hace mucho. Desconozco si les permitirán inscribirla así en el registro. Pero estaban convencidos. Argumentan que es un bebé largamente esperado. Creían que ya no llegaría. Pero lo va a hacer. Y el día que el médico les dio la noticia del embarazo, salieron a la calle emocionados y empezó a llover de una forma suave, tierna y dulce. Como solo sabe hacerlo el zirimiri.
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