Los cuadros hablan más allá de la pintura. Cada poro del lienzo cuenta historias. Como el 'Bilbao Circa 1700' que expone el maravilloso, y nunca ... suficiente valorado, Bellas Artes. Igual que el ángel que aparece, deberíamos sobrevolar esa pintura que cuenta cómo éramos en aquél siglo. Una villa que pasó de 700 a 1.200 habitantes y que, según se acercaba el siglo XVIII, crecía cual enjambre que se expande en pro de su reina. En este caso el reinado era del comercio y de la incipiente industria. Como siempre pasa surgieron leyes, normas y sucedidos que hoy impactan. Por ejemplo en ese tiempo, y también en el XVIII, burlarse del portero de un colegio o del Instituto podía ser castigado con un día en el calabozo. Y no es lo más raro.
En un Bilbao divido por la ría en dos partes, la zona vieja a la izquierda y a la derecha el mercado y la zona nueva, la mayoría vivía de alquiler. Incluso gente con posibles. Fue algo habitual durante siglos. En el París del XVIII casi el 80% eran inquilinos. De hecho, por las crisis, en décadas posteriores a ser pintado el cuadro la población fue dejando la villa y la regencia de los comercios. Ciudadanos ingleses y holandeses se hicieron con ellos. Luego aprobaron una ley que lo impedía y los autóctonos los fueron recuperando. Pero esa es otra historia.
Si la comento es porque quizá sea la razón de la existencia del cuadro. Fue un comerciante inglés, John Seale, quien lo encargó. La primera referencia de él en Bilbao es de 1691. Probablemente se dedicaba a la venta de bacalao procedente de Nueva Inglaterra. Y por lo que se ve quedó prendado del Botxo y de sus gentes. No fue el único. A comienzos del XVII, tras un viaje a nuestra tierra, el médico alemán Gaspar Stein escribió que las gentes de Bizkaia eran «elegantes, afables y alegres». Y el afamado viajero y experto en moda Cesare Vecellio subrayó la forma de vestir de nuestras damas. Siendo italiano, siempre tan preocupado por la moda, no deja de tener su aquél. Rasos de Italia, encajes finos de plata, abanicos de Nápoles, joyas y sortijas en ellas y trajes elaborados en las mejores sastrerías de Inglaterra y Francia en ellos. Eso la gente pudiente.
Pero hasta los humildes tenían su ropa para fiestas. Que no eran pocas. Domingos y festivos, salvo en Cuaresma, el aire de las mañanas se llenaba con el sonido del txistu y el tamboril. Señal de que comenzaba la algarabía callejera. Como siempre, durante las décadas de bonanza eran ostentosas y en las apreturas más humildes. Lo que también sucedía con las obras municipales. Quizá no sepan que tuvimos un Río de la plata. En 1654, se abrió un nuevo cauce por lo que hoy es el Campo de Volantín. Y así nació la isla de Uribitarte. Buscaban evitar inundaciones, como la de 1651. Lo de llamarlo popularmente como el río que desemboca entre Uruguay y Argentina fue por la pasta que costó. Se usó para variadas actividades. En el XIX podías disfrutar de los baños de agua salobre o subir a una de las lanchas que recorrían la lengua de agua. Actividades que cesaron en 1870, año en que la isla se cerró y nació el muelle. Pero volvamos al XVII. El del cuadro. Donde el ayuntamiento aparece como un edificio adosado a San Antón.
Desde 1680 estuvo allí, al igual que el Consulado. Es por tanto la estampa de un Bilbao, tan coqueto, que la prensa relataba cosas como el cambio de puesto y sueldo de un inspector de ingenieros, la decisión de un vecino de enrolarse en la marina mercante, la dirección de un preso recién salido de la cárcel o el ingreso hospitalario de alguien que se había hecho un coscorrón al caerse de la cama. Todo eso también está en la pintura que encargó John Seale. Basta con mirarla más allá de lo evidente. Como el ángel curioso que sobrevuela nuestra vieja villa cuando era cuatro siglos más joven. Allí, aunque no lo crean, está todo.
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