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Falta hora y media para que arranque el partido. La ciudad de los tres ríos empieza a cambiar su cara dentro de aquel pabellón. Allí ... no se anima, se atemoriza. Hay algún niño entre la marabunta del PAOK. Muy pocos. Mujeres no se ven. Solo hombres. La mayoría con el pecho al aire. Hay más testosterona que en la batalla de las Termópilas. Pero Isabel Iturbe no se achanta. Nunca le ha temblado el pulso, al menos no lo hemos notado, ante los retos deportivos, económicos o los propios del cargo. Lo que tenga que ser, será. Pelea y punto. Por eso llama la atención la fotografía que nos acompaña. La sacó María Garmilla, que lo mismo atiende al socio que participa en labores audiovisuales. Les han colocado detrás del banquillo. Comprende que si difícil será ganar, tanto o más resultará regresar a casa. De ahí la mirada.
Todavía no hemos valorado en su justa medida la bilbainada de ganar en Salónica la primera y ansiada copa europea. Mucho decimos del fútbol, pero hay aficiones que dan miedo hasta jugando al dominó. A lo que deberemos añadir la surrealista gestión de sus dirigentes. Para que se hagan una idea, no solo colocaron a la directiva de nuestro equipo a pie de cancha en lugar de hacerlo en el palco. La única forma de salir de allí era por el túnel de vestuarios.
Desde allí Isabel y compañía solo podían mirar hacia los valientes y arrinconados aficionados bilbainos que habían sido obligados a entrar tres horas antes. El ambiente era ensordecedor. Los nuestros habían entrenado en los días previos con ruido, para acostumbrarse, pero aquello era otra cosa. De hecho no escucharon el pitido inicial. Los rollos de papel caían, desde todas partes, cual diluvio universal. No eran higiénicos. Sino de caja registradora. Y los que no se desenrollaban, acababan siendo misiles de destrucción masiva. El comisario de la FIBA les comenta que, de seguir así, no quedará otra que suspender la final.
Una vez recogido la mayor parte del papel, arranca el partido. Minutos más tarde donde había 8.500 espectadores hay 12.000. Han abierto las puertas. Debe ser costumbre de la casa. Si quieren beber agua, Iturbe y su gente deben pedir la botella a los propios jugadores. Que, hablemos claro, mantienen una flema admirable. Sobre todo cuando los griegos adquieren una ventaja que podría hacerlos campeones. Y nos cascan cinco personales en ataque. Si en Bilbao pitaban pasos como quien come pipas, en Grecia la cosa apuntaba peor.
Pero acortamos distancias. Isabel se levantó para celebrar una canasta. No pudo hacerlo más. Un tipo se encaró y, por aquello del momento, ella respondió. Llegó la seguridad. Siéntese, que puede ser peligroso. Ese fue el consejo de un policía que fumaba como Antonio Alcántara en los 70. Hay infinidad de cigarrillos encendidos. Pero lo más inquietante es ver la grada del fondo, situada tras una red. Daba igual que fueran ganando o perdiendo. Animaban igual. Pero en el momento en que terminó el partido y vieron que habían perdido, se largaron dejando solo a su equipo con las medallas de subcampeón. En cuanto a los ganadores, aflora una extraña sensación de alivio, alegría y extrañeza.
Ya sabemos que ganar una copa, sobre todo una europea, aparca los miedos. Pero el ambiente invitaba a estar contenidos. Fue entonces cuando Isabel respondió a los micrófonos y las cámaras que tenía ganas de celebrarlo. Pero en casa. En el Botxo. Que la aventura está bien para contarla a las futuras generaciones, pero su trabajo en ese instante era lograr que tuvieran una vuelta segura. Reñimos al escucharle narrar la vuelta al aeropuerto con aficionados nuestros que por su forma de vestir y comportarse, comparado con los de allí, parecía que fueran a comprar el pan. Por eso, y por todo, nuestro equipo heredero del Águilas, el Kas, el Caja Bilbao, el Bilbao Basket, merece toda la admiración. Ni el Oráculo de Delfos hubiera adivinado que el Surne Bilbao Basket, un equipo de cierto agujero del norte de la Península Ibérica, lograría levantar una copa en las mismísimas puertas del infierno.
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