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Hace algunas sobremesas una cuadrilla debatía sobre el olor de nuestra villa. No nos referimos al de los orines de paredes y contenedores los sábados ... por la noche. Ni el del producto que utiliza con celeridad el Ayuntamiento para limpiar esos ecos de las gaupasas, que huele a agradable detergente. Si no a ese que tienen muchas ciudades. Unas a naranjo, otras a playa y algunas a cierto árbol. «Tierra mojada por la lluvia», apuntó uno de los contertulios, añadiendo que es el aroma que destacan los turistas al llegar a Bilbao. En mis tiempos, cuando estaba destinado en Madrid, al regresar el primero que percibía era el de la ría. El segundo, ignoro la razón, pimiento verde. Y ese debate me lleva hoy a hablarles de los olores de nuestro ayer.
Empezamos este recorrido ácrata y desordenado por el barrio de Irala. Quedó el edificio de la molienda, pero ya no huele a pan. En Harino Panadera lograron que desde que arrancara la producción, en 1902, y hasta casi un siglo después, los vientos llevaran ese aroma a pan antes de serlo, por todo el botxo. Juan José Irala era consciente de que su fábrica alimentaba los estómagos en tiempos de penurias, a base de respirar aquel olor. Cuentan que algún torero de plata, con más hambre que jornal, abría las fosas nasales desde la arena gris de Vista Alegre intentando atrapar el aroma entre toro y toro. Es agradable poder recorrer hoy el lugar, gracias a la recuperación de parte de lo que fue. Es coqueto y elegante. Y quizá, si se empeñan, puedan sentir la harina del pasado en el aire. Cosa que resulta imposible en el majestuoso y abandonado Molinos Vascos.
También sabían de los milagros de los panes. Pero ha tenido que ponerse seria la administración para que los responsables entiendan que urge hacer algo antes de que se caiga. No solo por ser fragmento de Historia. También por seguridad. Y por Zorrotza. Y ya que estamos en esa zona, hablemos de Artiach. En aquel edificio hacían el producto de principio a fin. Eso incluía la propia fábrica. La diseñó José Artiach Gárate. Pero no corramos. Porque esta saga llenó de aromas nuestro botxo desde varios rincones. Empezando por García Salazar. Allí, y a comienzos del XX, abrieron su primera panadería. Después pasaron a Cantarranas, donde un incendio acabó con la fábrica. Fue entonces cuando Zorrozaurre se convirtió en el hogar de las famosas galletas. Hoy queda el edificio, que parece será respetado y rehabilitado para fines culturales.
La verdad es que, incluso ahora, es hermoso. Pero ya no huele como antes. Cuentan los tomateros que Deusto entero olía tan bien que daban ganas de morder el aire. Y que los más pequeños sabían la hora en la que los restos y las galletas que habían salido imperfectas eran repartidas entre los vecinos que se acercaban por allí. A lo que deberemos añadir a los catadores.
Cierto amigo veterano confiesa que algunos afortunados tenían el honor y la labor de probar los nuevos productos y sabores que estaban creando dentro. Imaginen lo que suponía eso para un niño. Algo que también pasó en Chobil. La mítica marca de las dos equis blancas sobre fondo rojo, nacida como Chocolates Bilbaínos SA, fue fruto del esfuerzo de los chocolateros y pasteleros La Dulzura, Caracas, Martina de Zuricalday y Chocolates Aguirre. Por entonces Artekale era la calle del cacao. Allí reinaba su aroma. Pero la unión de estas familias hizo que el 4 de Tívoli alcanzara el sobrenombre de la senda del chocolate.
Las crónicas de 1914 cuentan que las bodas de plata de la empresa fueron una fiesta sin precedentes, con reparto de tabletas por el barrio. Dado que el chocolate es buen cierre para cualquier momento, lo dejaremos aquí. Solo por hoy. Porque nos queda la leche Beyena, los cafés Legarreta, el bacalao de Gregorio Martín, las cerveceras o el del vino de la Alhóndiga. Y eso solo de alimentos. Luego estarían, por ejemplo, el jabón Chimbo, Licor del Polo o el Lavadero de Castaños. Mientras llega ese momento, sigan pensando en los olores de Bilbao.
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