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Donald Trump y Jeb Bush.
El Partido Republicano se juega su alma

El Partido Republicano se juega su alma

La emergencia de figuras alternativas al establishment pone a los defensores de la ortodoxia del 'Grand Old Party' a la defensiva y amenaza con fracturar a la formación

Óscar Bellot

Sábado, 26 de septiembre 2015, 07:19

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"Una casa dividida no puede sostenerse". La frase de la Biblia a la que recurrió Abraham Lincoln para abordar el conflicto en torno a la esclavitud que desgarraba a la Unión sirve hoy como admonición para la formación que tiene en el antiguo leñador devenido en presidente a su figura más reverenciada. El Partido Republicano nada en medio de las aguas embravecidas por un auténtico truhán de la política como Donald Trump en un viaje que amenaza con fracturar al 'Grand Old Party' a catorce meses de las elecciones que podrían suponer su retorno a la Casa Blanca. Los aspirantes, reducidos a quince tras las renuncias de Rick Perry y Scott Walker, han quedado divididos en dos grandes bandos que se disputan el alma de los fieles en una guerra política que podría marcar el futuro de un partido cuyo nacimiento se remonta a la década de los cincuenta del siglo XIX.

Por un lado están los defensores de la ortodoxia. Jeb Bush se presenta como el principal adalid de quienes preconizan la necesidad que el debate se centre en los valores medulares del discurso que la formación ha mantenido desde hace décadas. Impuestos bajos, especialmente para las clases más acomodadas, oposición frontal al aborto, mano dura en la lucha contra el crimen y una política exterior asentada sobre la fortaleza militar de la superpotencia son algunos de los ejes sobre los que pivota el ideario de esta corriente que mantiene prácticamente inmaculado el legado de Ronald Reagan. Son los mismos que arremetieron contra George W. Bush por su decisión de salir al rescate del sector financiero tras el colapso producido a raíz de la caída de Lehman Brothers. "El Gobierno es el problema". Es el mantra al que recurre continuamente un sector convencido de que hay que dejar operar al capitalismo sin cortapisas y que ha acusado en reiteradas ocasiones al presidente Obama de ser una suerte de socialista en un país en el que dicha etiqueta constituye una rémora.

Pero el que fuera gobernador de Florida entre 1999 y 2007 no está solo en su cruzada. Otros candidatos procedentes del establishment se arrogan como él la defensa de la 'auténtica' alma del partido. Son veteranos políticos como Lindsey Graham, senador por Carolina del Sur; Chris Christie, gobernador de Nueva Jersey; John Kasich, gobernador del decisivo estado de Ohio; Marco Rubio, senador por Florida; George Pataki, exgobernador del estado de Nueva York; Bobby Jindal, actual gobernador de Luisiana; e incluso Ted Cruz, senador por Texas que pese a no llevar ni tres años en Washington combina su adscripción a buena parte de esos viejos postulados con un mensaje que suscriben los seguidores del 'Tea Party'. Aunque la estrella emergente de este bando es una casi neófita como Carly Fiorina, antigua directora ejecutiva de Hewlett-Packard que ha pasado de quedar excluida del primer debate entre los aspirantes organizado por la cadena Fox al no hallarse entre los diez mejor situados en las encuestas a auparse semanas después al sexto puesto en la media de sondeos elaborada por Real Clear Politics, e incluso al segundo atendiendo al último efectuado por la CNN. Un ascenso motivado por su buen desempeño en el más reciente cara a cara de los celebrados entre quienes pugnan por la candidatura republicana.

Debate secuestrado

Todos ellos, con la excepción de Fiorina, cotizan a la baja. La voz cantante la llevan los 'outsiders' -también lo es Fiorina, pero sus posiciones ideológicas la sitúan en el otro bando en esta pelea por el alma del Partido Republicano-, capitaneados por un Donald Trump que ha secuestrado el debate, llevándolo a un terreno en el que los otrora favoritos como Jeb Bush se mueven incómodos. El multimillonario ha optado por la lucha contra la inmigración como arma de guerra. Sus exabruptos contra los latinos y su insistencia en levantar muros para frenar la creciente diversidad racial de Estados Unidos han insuflado vida a lo que hasta su irrupción era una campaña anodina. Sus invectivas traen ecos de las de David Duke, antiguo líder del Ku Klux Klan que en 1992 también peleó por la candidatura hasta que el partido le obligó a renunciar, atemorizado por su extremismo. Sus soflamas, entre cuyas víctimas se cuentan un periodista de Univisión y una moderadora de la Fox, le han situado a la cabeza de la carrera, con varios cuerpos de ventaja, pero su estrategia, caso de obtener la nominación, podría abocar a los republicanos a una derrota en unos comicios en los que el electorado latino desempeña un papel capital.

Por ese agujero es por donde trata de colarse otro aspirante que presume de no ser un político profesional. Ben Carson, un neurocirujano que vilipendia la reforma sanitaria de Obama, ostenta el segundo puesto en las encuestas, más de nueve puntos por debajo de Jeb Bush. Una situación motivada también, en buena medida, por la desconfianza hacia los políticos profesionales que está marcando la batalla republicana. Y como Trump, no duda en presentar propuestas polémicas. La última, que se corte de raíz cualquier posibilidad de que un musulmán ocupe el Despacho Oval. Alega el candidato que los postulados del Islam no son consistentes con la Constitución estadounidense. Sitúa así en el centro del tablero la religión, como ya ocurriera hace más de cinco décadas cuando John F. Kennedy, entonces senador por Massachusetts y católico, irrumpió en una contienda de la que acabó saliendo como vencedor. Trump también ha sido tocado por este asunto, después de que rehusase responder al asistente a uno de sus mítines que espetó que Obama era musulmán. Una actitud muy diferente a la de John McCain, quien en 2008 atajó las invectivas de sus partidarios en el mismo sentido.

La religión es precisamente el caballo al que se agarran otros dos candidatos que resisten pese al escaso calado que otorgan las encuestas a sus mensajes. Mike Huckabee, exgobernador de Arkansas y antiguo pastor baptista, y Rick Santorum, exsenador por Pensilvania, cuentan con un 4,8% y un 0,8% de los apoyos, respectivamente, en la media de encuestas, muy lejos de las privilegiadas situaciones en las que se hallaron cuando, en pasados comicios, se postularon para la Casa Blanca.

Como 'verso suelto' queda Rand Paul, senador por Kentucky y figura del 'Tea Party' que trata de impulsar a este significado opositor a la política económica de Obama que, no obstante, se distancia de la ortodoxia republicana en otros campos como el de la política exterior o el espionaje de las comunicaciones y que se ha esforzado por cultivar una base más amplia que la de los 'libertarios' que tuvieron a su padre como principal estilete durante años. Una estrategia que no le está dando de momento los frutos apetecidos, pues se mueve apenas en un 3,5% de los apoyos.

Claro que las encuestas, a estas alturas de la contienda, han de ser tomadas con cautela. Baste recordar que hace cuatro años, por estas fechas, la carrera republicana la lideraba un Herman Cain cuyas posibilidades serían pronto cercenadas por un escándalo sexual. Pero más allá de los caprichos de los sondeos, lo que sí parece ir para largo es una encarnizada batalla en la que el Partido Republicano se juega su alma. "Tenemos un fundamental déficit de liderazgo a la hora de enfrentarse a las voces ideológicas y radicales que dicen hablar en nombre del conservadurismo", sentenció hace un par de años Steve Schmidt, un alto cargo de la fracasada campaña de John McCain en 2008 al que puso rostro Woody Harrelson en 'Game Change', la película sobre aquellos días que le valió a Julianne Moore un Globo de Oro por su interpretación de la exgobernadora de Alaska Sarah Palin. De no mediar alguien que acabe con dicho déficit, el 'Grand Old Party' podría precipitarse a una nueva y dolorosa derrota.

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