Muchas personas se empeñan en creer que los problemas políticos y sociales se resolverán cuando asuma el mando un líder enérgico dotado de plenos poderes, ... el cirujano de hierro del que hablaba Joaquín Costa en 1902. Los que todavía creen tal cosa pueden ver una demostración palpable de su error en el presidente turco Recep Tayyip Erdogan.
Como gobernante democráticamente elegido, Erdogan ha logrado grandes hazañas. Para empezar, sometió a los militares turcos, que daban golpes de Estado cada pocos años para gobernar directamente o instaurar gobiernos civiles dóciles. El forcejeo entre civiles y militares fue largo y amargo, hasta que Erdogan y su partido (AKP) lograron establecer una verdadera democracia donde los militares están sometidos al poder civil. El reciente golpe ha sido un intento desesperado de recuperar ese poder perdido.
Otro paso histórico para Turquía fue el acuerdo de paz con Siria en 2005. Las relaciones entre ambos Estados han sido tradicionalmente malas por las disputas territoriales sobre el sanjak de Alejandreta. Sin embargo, tras la invasión norteamericana de Irak, Bashar el-Asad reconoció la soberanía turca sobre Alejandreta. Eso permitió la firma de un acuerdo de libre comercio. Los intercambios se cuadruplicaron en pocos años y los sirios dejaron de apoyar a los kurdos de Turquía.
El conflicto turco-kurdo se remonta a la formación de la república. El imperio otomano siempre había sido multiétnico, unido por la religión islámica suní y una cierta tolerancia inspirada en la escuela hambalí. Dos siglos de derrotas y pérdidas territoriales fueron podando ese carácter multiétnico y reduciendo la tolerancia del Gobierno central hacia cualquier veleidad regionalista o reivindicación de las minorías. Cuando Kemal Ataturk refundó Turquía como una república laica, eliminó el único factor de unión entre turcos y kurdos. Entonces Ataturk decidió turquificarles suprimiendo por decreto su idioma y sus costumbres. Eso desencadenó décadas de rebeliones intermitentes hasta que en 2013 Erdogan negoció un alto el fuego con los rebeldes. Parecía el inicio de una nueva era. Ni siquiera Ataturk había podido jactarse de un éxito comparable.
Es Erdogan y ningún otro quien está arruinando desde dentro su propia obra. Cuando subió al poder en marzo de 2003, sus enemigos le acusaron de ser un integrista islámico. Es cierto que a veces invoca el islam para justificar posturas retrogradas sobre moral sexual y derechos de la mujer, pero su verdadero proyecto político ha resultado ser una mera dictadura personal carente de ideología. Sin embargo el elemento religioso sí que ha ejercido una influencia negativa en sus relaciones con Siria.
Los Asad no son suníes sino alahuíes, una escisión del chiísmo septimano mezclada con elementos místicos y ritos iniciáticos. Durante siglos han formado una minoría perseguida y discriminada. Erdogan ha sido educado para creer que los alahuíes son herejes y apostatas. Negoció con un régimen alahuí únicamente por las conveniencias de la realpolitik maquiavélica. Por eso cuando estalló la revolución en 2011, lo apostó todo a la caída del régimen. Cuando esa apuesta fracasó, la notoria terquedad de Erdogan le impidió formular una nueva política, dejando a Turquía atascada en el embrollo sirio.
Erdogan tiró por la borda el histórico acuerdo de paz con los kurdos de Turquía porque el auge electoral del partido kurdo HDP le impedía conseguir la mayoría que necesita en el Parlamento para reformar la Constitución en un sentido autocrático. Por lo tanto, aunque a Turquía le conviene la paz, Erdogan se dedicó a exacerbar el conflicto con los kurdos para poder echarles del Parlamento.
El verdadero problema de la política turca es el clásico de perseguir demasiados objetivos que interfieren entre sí: derribar a los Asad, golpear a los kurdos, ahuyentar a Rusia, extender su influencia entre los árabes suníes, contener a los yihadistas Un líder más flexible que Erdogan transigiría. Un verdadero estadista sabría además en qué transigir. Al fin y al cabo, ¿cuáles son las verdaderas prioridades de Turquía?
Un presidente turco sin ambiciones dictatoriales podría desbloquear la candidatura para ingresar en la Unión Europea. También podría negociar con los kurdos de Turquía, y entonces ya no existiría motivo de hostilidad contra los kurdos de Siria. Un gobernante laico y demócrata, sin prejuicios sectarios, podría renovar los acuerdos con los Asad de Siria, lo que a su vez impediría nuevas tensiones con Rusia. Entonces ya no habría razón para seguir teniendo manga ancha con un vecino tan peligroso como el Estado Islámico. Eso mejoraría sus relaciones con Estados Unidos, etc., etc., etc.
Erdogan ha ido acumulando error sobre error, granjeándose un enemigo tras otro. Por eso algunos militares sacaron los tanques a la calle igual que sus colegas egipcios. Esperaban que mucha gente dentro y fuera de Turquía se regocijase de la caída de Erdogan, igual que muchos dentro y fuera de Egipto se habían congratulado de la caída de Mursi. Sin embargo los turcos, a diferencia de los egipcios, cerraron filas contra el retorno de viejos fantasmas que ya creían muertos y enterrados. También la comunidad internacional ha reaccionado mejor que en el caso egipcio, oponiéndose sin fisuras al golpe.
Erdogan está aprovechando la derrota del golpe para una purga masiva en el poder judicial, aunque nada hayan tenido que ver con los golpistas. Reincide por lo tanto en sus errores anteriores. Los golpistas nada hubieran resuelto, porque su único objetivo era el poder, pero Erdogan no puede resolver el problema cuando él mismo es el problema.
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