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Muy a su pesar, y sobre todo el de sus clientes, toca tiempo de despedidas en el Casco Viejo bilbaíno. Rafa Galíndez, que dirige la ... tienda de ultramarinos más antigua de la capital vizcaína, bajará la persiana de su negocio, inaugurado en 1922, en un mes «o poco más». Al local le quedan, a lo sumo, cuarenta días de vida. Rafa representa la tercera generación de una saga comercial que terminará con él, ya que, igual que su hermana, Fátima, «ninguno hemos tenido descendencia», explica.
En sus orígenes el establecimiento fue un bar, pero poco antes de la Guerra Civil se convirtió en ultramarinos. Lo fundaron sus abuelos, Ramón de Galíndez Arana y Telesfora Gutiérrez. Nunca ha cambiado de ubicación y ha permanecido en el número 29 de Barrencalle. «¿Que por qué cierro? Si yo tengo 66 años, imagínate la edad de la clientela», ironiza mientras una compradora le piropea recordándole su jovial aspecto. «Ya, eso lo dice todo el mundo. No los aparentaré, pero los tengo. ¿Que si me da pena dejarlo? Pena o no pena, es una etapa de la vida. Todo llega y yo no soy como el Papa, que muere en su puesto de trabajo. No tengo esa intención», confiesa.
Felipe del Val y su mujer, Maribel Merinero, llevan vendiendo fruta más de 50 años. Ambos empezaron en el mercado de La Ribera. Ella, en el puesto del «champiñonero» Paulino, y él, en uno de los trece puestos, «entonces todos eran de madera», que mantenía su padre. Se conocieron y enamoraron «pelando habas y guisantes». Felipe cumplió el pasado enero 65 años y ha esperado a su mujer para irse «juntos». El sábado trabajaron por última vez y el lunes acudieron a la Seguridad Social a terminar de firmar «los papeles». Ayer mataban el tiempo, entre lágrimas, «rompiendo facturas» y despidiendo a los muchos clientes que acudieron al local que tienen en el número 8 de Belosticalle.
Con la desaparición de ambos establecimientos, Bilbao da carpetazo a un modelo comercial que va extinguiéndose poco a poco. A unas tiendas a las que se «acudía a diario» y donde, a diferencia de lo que ocurre actualmente, llenaban las bolsas de naranjas y vainas. «Traíamos cinco toneladas de fruta cada dos días. Hoy las fruterías parecen joyerías. Poca gente puede comprar la fruta buena de lo cara que se ha puesto. Nunca había llegado a vender el kilo de plátanos a 4,70 euros como hice el otro día», se lamenta Maribel,
En las estanterías de Rafa, que lleva trabajando 42 años en solitario tras la muerte de su padre, todavía se encuentra alguna botella de 'Anís del Mono', reflejo de una época pretérita, y exquisitas latas de conservas . No solo atendía a clientes en su establecimiento. También recorría la ciudad despachando vinos de primera calidad, cervezas, ron de importación y «todo tipo de licores» en bares y restaurantes. Fue un precursor al ser de los primeros comerciantes en realizar servicios a domicilio.
Sin embargo, a este tendero, que ha convertido a muchos de sus clientes «en amigos», se le ve feliz por la inminente retirada. «No tendré que trabajar», subraya. Suena convincente, pero hasta la última semana promete trabajar desde el lunes «hasta las tres de la tarde del sábado. Es curioso, empezamos trayendo alimentos del otro lado del mar para acaba convirtiéndonos en comercio de proximidad».
Felipe y Maribel justifican su éxito por el trato «cercano, casi familiar», que mantenían con los usuarios. Se ganaron fama con la fruta, sobre todo, pero con el tiempo «vendieron de todo: huevos, patatas, papel higiénico... ¡Por toneladas!», cuenta la mujer que nunca colocaba dos piezas seguidas del mismo color. «Hace muy feo», sostiene. Así que al lado de las naranjas ponía vainas y después mandarinas, luego peras, melocotones...» Aunque el matrimonio acudía junto a comprar el género, a Felipe le tocaba hacer el trabajo «pesado, de cargar y descargar», asegura Maribel, que lamenta el clima de inseguridad reinante en los últimos años en el barrio. «Se está deteriorando por completo de la cantidad de robos que se producen», se queja mientras besa a su marido.
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