Doce horas con los 'bizarros' de Mungia
550 militares profesionales integran el Regimiento Garellano, donde disciplina y conciliación hacen migas
El brigada Óscar Varela adopta la posición de firmes cuando el coronel llega al patio de armas rodeado por la plana mayor del regimiento Garellano 45. Los jefes de las compañías -tres de fusileros, uno de servicios y el MAPO, mando y apoyo- le refieren las novedades y es entonces, en perfecto estado de revista, cuando se iza la bandera a la vista del batallón. Varela es un vitoriano de 48 años, 30 de ellos en el Ejército, al que la gorra negra apenas disimula una cicatriz en el cráneo. Acumula tres misiones en Balcanes, Afganistán e Irak. Viéndole allí clavado mientras el cielo se despereza entre nubes rojas, parece el tocón de un árbol. Imposible moverlo un milímetro, como un obstáculo anticarros.
El brigada es uno de los 550 militares, entre oficiales y tropa, que tienen su acuartelamiento en Soyeche, un cantón de 30 hectáreas que se reparten Mungia, Gamiz-Fika, Meñaka, Arrieta y Fruiz, rodeada de alambradas. Los 'bizarros', como conocen desde siempre a esta unidad, son gente que hace instrucción, asiste a cursos o participa en maniobras con el mismo espíritu (o resignación) que quien acude a la oficina. Desde 2001, todos son profesionales. La normalidad que preside su rutina se deja notar hasta en el uniforme que visten: la suministra El Corte Inglés, elegido por concurso público tras presentar un contrato de 80 millones por tres años. La mayoría son gente con una vida extramuros, que recoge a sus hijos en el colegio en Bilbao, que viene en autobús desde Vitoria o Santander (un tercio del acuartelamiento vive en Cantabria y fleta su propio autobús) o que tienen que hacer malabarismos para cuidar de un familiar enfermo. El 12% son mujeres y un 13% extranjeros nacionalizados entre los que predominan los latinoamericanos. Al contrario de lo que pasaba en tiempos de la 'mili', solo una tercera parte duermen allí.
No es lo único que ha cambiado. Antes ascendían por antigüedad, ahora por evaluación. No es fácil entrar -«como siempre en tiempos de crisis», advierte Varela-, aunque muchos soldados son gente con carrera universitaria, «y no tienen mucha dificultad para medrar en la cadena de mando». La escala básica empieza cobrando 1.016 euros al mes, mientras que los alumnos reciben 359 durante su período de formación. Tampoco los arrestos se entienden igual, ahora tienen repercusiones económicas y se cumplen a menudo en el domicilio (se acabó lo de chuparse cuatro días en el calabozo). ¿Y las novatadas? «Eso se acabó», dice Varela tajante.
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«Un reflejo de la sociedad»
A la cabo Aroa Arranz, 38 años, natural de Valladolid, se le puede ver pasear por Fruiz con su niña de 7 años, a la que una fiebre repentina ha obligado esta semana a llevar al médico, trastocando la legendaria disciplina del Ejército. Flexibilidad de horarios, medidas de conciliación, reducción de jornada... La 'empresa', como la llaman algunos, es «un reflejo de la sociedad». Aroa está volcada en aprender euskera mientras el marido está destinado en Canarias, «a 3.200 kilómetros de casa», dice resignada. «Quién me iba a decir a mí que acabaría sacándome el A2», bromea en la cantina mientras se lleva la mano a la frente.
La rutina del acuartelamiento, sede del Batallón Guipúzcoa 1/45 -el único del regimiento Garellano desde que desapareciera el de carros de combate de Vitoria- arranca poco antes de las siete de la mañana con el toque de diana. A diferencia de una base, Soyeche carece de campo de maniobras, y eso obliga a realizar desplazamientos a San Gregorio (Zaragoza) o Chinchilla (Albacete) y otros más próximos, como Araca, para ensayar técnicas de combate en distintos escenarios y con más efectivos. Este pasado miércoles, el día escogido para el reportaje, tocaba jornada de instrucción continuada, JIC -hay que ver lo que gustan las siglas por estos pagos-, lo que traducido al román paladino significan 31 horas de actividad incesante.
Después del izado de la bandera, comienza una hora de educación física intensiva. El cabo primero Trinidad Romero, tres veces campeona de España absoluto de 100 kilómetros en ruta -su plusmarca son 8 horas y 25 minutos- sube y baja a la carrera el Sollube antes de incorporarse a su trabajo de administrativa. «Alguna dirá 'jo, esta seguro que tiene tiempo para entrenar'», desliza mientras ametralla el teclado del ordenador. Tenían que verla cuando estaba en zapadores, preparándose para competir con la selección española en Croacia. Cuando se le pregunta por la igualdad de oportunidades en un mundo 'de hombres', responde sin dudar. «En este mundo, la mujer ha tenido que luchar hasta para votar, pero la vida en el Ejército es igual para todos. Ni mejor ni peor». Sus compañeros se ejercitan por todo el recinto, que incluye dos polideportivos equipados con máquinas, pesas, cuerdas, sacos de boxeo...
En el tatami, el subteniente Diego Bueno pone en aprietos a un soldado al que le ha tocado -pobre- hacer de conejillo de indias para la clase. El instructor se sirve de una presa en la muñeca y la rodilla en el hombro para ilustrar un combate cuerpo a cuerpo y mostrar cómo se inmoviliza al enemigo. Una ducha rápida, el almuerzo a la carrera e instrucción hasta las tres de la tarde. Topografía, armamento, transmisiones, primeros auxilios, supervivencia en escenarios atacados con armas nucleares o bacteriológicas... También combate en entornos urbanos, con las unidades desplegadas por una recreación de un poblado tipo, donde hay que peinar las calles y 'limpiar' las casas en busca de enemigos atrincherados.
Veinte kilos de equipación
Jonás Casas reparte instrucciones a un pelotón listo para entrar en acción. «No vayáis pegados a la pared, separaos un metro como mínimo. ¿Por qué soldado?» «Para evitar el rebote de las balas, mi teniente», contesta un joven con rasgos latinoamericanos, mientras apoya su fusil en el hombro de un compañero. Cargan equipos que incluyen chaleco antifragmentos, cargadores, transmisiones, la mochila... La equipación puede superar los 20 kilos. La pistola reglamentaria es de 9 mm.; los fusiles, Heckler & Koch G36, fabricados en polímero de poco más de tres kilos y medio, nada que ver con el 'cetme' que todavía habita las pesadillas de aquellas generaciones que engrosaron los reemplazos.
El sargento primero Zubelzu, guipuzcoano, adiestra a la tropa en la torre multiusos, donde los soldados adquieren técnicas de escalada y rápel y aprenden a poner su vida, literalmente, en manos de sus compañeros. Antes de enfilar el obstáculo, un 'baño' -recordatorio- sobre material, normas de seguridad, nudos de mariposa y 'cocas'. Al otro lado del perímetro se extiende un camino que se empina progresivamente hasta llegar al campo de tiro, un recinto de cien metros de longitud donde la infantería ligera -que maneja desde pistolas hasta lanzagranadas y misiles- entrena sólo con fusiles y munición blindada 5,56 x 45, el calibre estándar de la OTAN, cuyos casquillos luego se afanan en recoger.
Entretanto, la plana mayor, ubicada en el edificio Romeo, en memoria del teniente coronel asesinado por ETA en Begoña, hierve de actividad por la visita del general de división, prevista para el día siguiente. El mecanismo está perfectamente engrasado. «Una cosa buena que tiene el Ejército es que hay un procedimiento para todo, va en nuestro ADN», explica el comandante Márquez, que insiste en la idea de «modernización» que otros han manejado antes. «Somos como cualquier empresa, con sus medidas de conciliación familiar o sus protocolos de prevención de riesgos laborales, aunque evidentemente nunca será lo mismo manejar una grapadora en un despacho que empuñar un 5.56 cuando estás desplegado en Irak».
El acuartelamiento lleva revuelto todo el día. La instrucción continuada lo es para todo el mundo, aunque solo una compañía de fusileros se desplazará a la tarde a las instalaciones de Araca, el cerro a las afueras de Vitoria con capacidad para una brigada de 4.000 efectivos y un campo de maniobras «modélico», dice el comandante Luis Márquez, que visitan a menudo destacamentos de Pamplona y Burgos. La tropa carga munición, armas y equipos en camiones, jeeps Aníbal y 'vantacs', vehículos de alta movilidad táctica con un blindaje a prueba de ametralladoras. En total, una columna de veinte vehículos.
Mientras Soyeche se vacía y el comedor despacha el rancho -dos euros, precio subvencionado- la actividad se traslada a Araca, donde la tropa repta por el suelo con la vista puesta en tomar una cota marcada en el mapa o anular la resistencia que se esconde en una casa en ruinas. Las sombras no tardan en echarse sobre la compañía, a la que espera una cena frugal y una noche al raso en el saco. «Y esta noche ni tan mal, tenía que ver -dice un capitán bregado en Irak- lo que es pasar aquí arriba las horas con nieve hasta la rodilla». Mejor no.
En su contexto
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2001 Es el año en que el Ejército español se profesionalizó, dejando atrás el servicio militar obligatorio y la figura del soldado de reemplazo.
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