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El rumano Valeriu Vladaia, siete meses en las calles de Bilbao, descansa en un cajero automático de Avenida Madariaga. Fotos. Sergio García
«Casi deseo que me detengan, no puedo salir de esto por mí mismo»

«Casi deseo que me detengan, no puedo salir de esto por mí mismo»

Prisioneros del alcohol, politoxicómanos o con enfermedades mentales, 260 indigentes viven al margen de los albergues. «Siempre están llenos y hay demasiadas reglas»

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Domingo, 11 de noviembre 2018

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Toño Fernández Pastor, bilbaíno de 38 años, se prepara un chino de heroína detrás del Mercado de La Ribera. Son las once y media de la noche y ha levantado un parapeto con cartones que le protegen de la lluvia y el viento, mientras sus compañeros -una decena, tan castigados como él- se arrebujan entre las mantas con la mirada vidriosa y la desesperanza dibujada en el rostro. «Si quieres que te diga la verdad, casi hasta me gustaría que me trincasen, porque por mí mismo soy incapaz de dejar esto», dice señalando el canutillo de papel de aluminio con el que fuma ese elixir líquido y marrón que le dicen caballo y que calienta con la llama del mechero.

La tragedia de Toño, en distintos grados y variantes, es la de esos 264 infortunados que figuran en el último recuento del Gobierno vasco de los que duermen en la calle en Bizkaia. Una «foto fija», recalca la Administración porque nadie sabe el número exacto, que permite además dibujar un retrato robot: hombre, magrebí, de entre 18 y 28 años, con buena salud... EL CORREO ha tratado de pulsar esa realidad a través de tres escenarios distintos -Basurto, Deusto y el Casco Viejo- y puesto sobre la mesa la pregunta que todos se hacen, en especial ahora que se acerca el invierno como se encargó de recordar el temporal de hace dos semanas. ¿Por qué si existen albergues municipales esta gente está a la intemperie?

Una decena de personas se protege de la lluvia y el viento con mantas y cartones en el mirador del mercado de La Ribera.
Una decena de personas se protege de la lluvia y el viento con mantas y cartones en el mirador del mercado de La Ribera.

«Trabajé hasta hace 4 años en una residencia como auxiliar de geriatría, pero cuestioné un par de decisiones y me echaron por conflictivo», relata mientras espolvorea el papel de aluminio con el polvo marrón. Desde entonces, no he dejado de consumir: gramo y medio al día, 90 euros. Estoy enganchado». ¿Y con qué lo paga? «Me hago supermercados -dice con un encogimiento de hombros-. Robo paquetes de jamón, de queso, conservas, que luego vendo. Salgo pitando y a veces me pillan. Pero es que me levanto 100 pavos al día, más de lo que ganaba en la residencia». Con semejante panorama, las causas pendientes por hurtos menores no paran de crecer. «Mientras tanto aquí estoy, mejor en compañía que solo, porque la calle es muy jodida. Yo llevo tres meses, pero ya me han robado los zapatos una vez. ¿Amistades? Aquí todos van a lo suyo. Pero sí, lo duro también une».

Toño hace piña con Alex, un chaval de Carranza, y Javi, un andaluz de 39 años, de los que ha pasado 15 «en todos los penales que puedas imaginar, desde El Dueso hasta Puerto 1». Una espiral que comenzó cuando dejó en silla de ruedas a un tipo «que me atacó con un cuchillo». Ahora anda buscando una aguja para meterse el chute que toca, y no le hace ascos a la de Alex, que trata de quitarle la idea de la cabeza, «aunque acabo de pasar por el hospital y estoy bien». A nadie parece entusiasmarle la idea de recogerse en un albergue. «Mira, están bien para entrar en calor, pero no me solucionan nada. Todo son normas, normas y más normas -sostiene Alex-. Tienes que ir a Uribitarte para coger sitio, a veces hay suerte y otras no, aparte de someterte a evaluaciones constantes. A nosotros nos gusta consumir, y ahí dentro está prohibido. Por no hablar de que entras a las 20.30 horas y sales al día siguiente a las 08.00. ¿Qué hago yo once horas allí encerrado? En algunos, al menos te dan de comer, pero no en todos». De la misma opinión es Laura García, 42 años, víctima de violencia de género a manos del mismo hombre por el que acabó en la cárcel -ocultación de pruebas-. O Paulo, un portugués que vende pulseras de tela y cuero con la única compañía de su perro, del que no se separa ni a sol ni a sombra. A todos ellos los echará la Policía Municipal a las nueve de la mañana.

Una herida fea

En la otra punta de Bilbao, por donde entran a la ciudad los que vienen de la autopista, Joseba Andoni Álvarez, de 52 años, hace balance y llega a una conclusión parecida. «Yo no soy alcohólico, pero me gusta la cerveza. No has puesto un pie en el albergue y ya te están poniendo condiciones. Me jode mucho, para ellos todo», escupe con rabia bajo el voladizo que une los dos edificios de Ingenieros en la avenida Zunzunegi. El viento sopla con fuerza y arranca un silbido metálico cuando atraviesa las escamas de San Mamés, «aunque al menos desde aquí veo el Serantes», el monte de su pueblo, Santurtzi. Está rodeado de libros que acaricia con su mirada miope mientras desliza que lleva sin comer desde la mañana y cómo le apetecería una hamburguesa.

El santurtziarra Joseba Andoni lleva tres inviernos a resguardo del voladizo de Ingenieros, entre corrientes de aire y montones de libros.
El santurtziarra Joseba Andoni lleva tres inviernos a resguardo del voladizo de Ingenieros, entre corrientes de aire y montones de libros.

Tose. Tose mucho. Tiene bronquitis crónica y el pecho suena como un fuelle. En la frente, una herida fea que cicatriza debajo de una costra reciente. «Ocurrió hace unas noches, el día del concierto de MTV. Dos niñatos, el rostro desencajado, se habrían metido pegamento o anfetas, yo de eso algo entiendo. Eran las tres y media de la madrugada y me inflaron a hostias. Así, porque sí. Sin que mediara provocación. Yo aquí, durmiendo, y de pronto me empiezan a caer golpes y patadas. Nunca me había pasado en Bilbao, esto no es Madrid o Barcelona, donde si duermes en la calle, te la juegas. Cuando me conseguí levantar, le puse la nariz chata a uno y salieron corriendo», dice con un asomo de orgullo.

Joseba Andoni jura y perjura que es «un tío feliz» viviendo en la calle, aunque luego añade que lleva ya tres inviernos a bajo cero en esa esquina y «no habrá un cuarto». Menos aún desde que los servicios de limpieza le echaron abajo «el castillo» que había levantado con cartones a manera de cortavientos. «Primero Azkuna, luego Aburto... No me dejan tranquilo». ¿Tiene familia? «Un hijo de 32 años y un nieto de 3 que viven en Estados Unidos. Con mis hermanas no me llevo y tengo un hermano en Pedrosa de Valdeporres, Burgos, que se pasa la vida diciéndome que vaya con él, que me hace un hueco. Pero ¿qué voy a hacer yo allí? ¿Hablar con las ovejas?».

22 meses en Nanclares

Sabe que no es ningún angelito. «En su día hice mal las cosas y ahora pago las consecuencias. Me ganaba la vida como albañil y tengo 18 años cotizados, pero me comí 22 meses en Nanclares de la Oca. ¡Ojo, que no maté a nadie! Solo me pillaron con 200 gramos de coca, le dije al juez que era para consumo propio y se ve que no le hizo gracia. Cosas que pasan». Lleva diez años en la calle, «algo que no se explica por una sola razón, sino por una concatenación de hechos». Asegura también que «hace 30 años que no me meto nada en las venas y la última vez que me empolvé la nariz fue hace cinco». Eso sí, «sigo siendo el mismo golfo de toda la vida», dice con una carcajada, mientras una ambulancia pasa con los pirulos encendidos y él se levanta como una exhalación. «Corre, corre, que no llegas», grita.

La última parada nos lleva a Deusto, a un cajero automático de la avenida Madariaga con el escaparate salpicado de lluvia. Su ocupante se llama Valeriu Vladaia, un rumano de 57 años que ha pasado 13 en España, pero cuyo castellano deja a Toshack al nivel de un académico de la lengua. Su trayectoria profesional ha estado siempre vinculada al campo, a tareas de vendimia, y también ha conducido furgonetas para particulares. Sevilla, Almendralejo, Zamora o Málaga jalonan una trayectoria vital marcada por la explotación. Apenas suma dos años y medio cotizados, «mis jefes no me daban de alta en la Seguridad Social o lo hacían por muchos menos días».

Tampoco se puede decir que Valeriu haya tenido suerte en la vida. Sin esposa ni hijos, abandonó su país en busca de mejores sueldos y más oportunidades y se vio abocado a una vida de supervivencia marcada por carencias a las que se ha acostumbrado y que ya ni siquiera se plantea. Tampoco quiere saber nada de los albergues, en su caso «porque hay muchas aglomeraciones y están llenos de moros y negros». Tal cual. Ahora pide en Ercilla y se saca «entre 7 y 10 euros al día», con los que compra en el supermercado «embutidos, pan, lácteos» y subsiste como puede. «No necesito más», dice. Lo cierto es que cuando se le pregunta si ha recurrido a los servicios sociales del Ayuntamiento para empadronarse, y así tener acceso a prestaciones normalizadas como pueden ser la Tarjeta Individual Sanitaria, asegura no saber a qué nos referimos. «Miraré», promete.

Mientras espera a que su compañero de penurias vuelva -«Ha ido a un bar a ver el Inter-Barça, es muy aficionado»-, un joven entra en el cajero y recompensa a Valeriu y a quien le entrevista con dos euros. «Cuidaros», dice. Y desaparece sin tiempo siquiera de aclarar el malentendido.

En su contexto

  • 155 personas vivían en la calle hace dos años frente a los 264 que hay en la actualidad, un 70% más. Su población se ha duplicado en Bilbao y triplicado en Barakaldo.

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