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Zaldibar, crónica de un colapso que sacudió Euskadi
ZALDIBAR, UN AÑO DESPUÉS ·
Aniversario. Un año después del desplome del vertedero que provocó la mayor crisis medioambiental vasca y la desaparición de dos trabajadores, el cuerpo de uno de ellos, Joaquín Beltrán, sigue sepultado bajo toneladas de escombrosA media tarde del 6 de febrero de 2020, justo hoy hace un año, en casa de Joaquín Beltrán se respiraba ese tipo de cotidiana ... felicidad que no se aprecia hasta que desaparece de golpe. Ese día, su mujer Elena y dos de sus hijos, Laura y Pablo, estaban preparando una fiesta para una amiga que acababa de tener un bebé. Unos gritos en el exterior de la casa les sobresaltaron y, aunque en ese momento desconocían el motivo de aquel alboroto, la cosa no pintaba bien. Al rato, un familiar entró en el salón de la vivienda en Zalla y tuvo que coger aire para darles la noticia. «Ha habido un accidente en el vertedero». Fue el primer mazazo de un desastre que iba a mantener en vilo prácticamente a toda España.
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Un año de la catástrofe del vertedero de Zaldibar
El pensamiento inicial de Elena fue para su hijo Fran, que trabajaba con su padre en la escombrera de Zaldibar.
– Dime por favor que a mi hijo no le ha pasado nada.
– Fran está bien
– ¿Y mi marido?
– Joaquín ha desaparecido.
Sobre esa misma hora, pero a 90 kilómetros de distancia, en Azpeitia, Nahia Sololuze estaba dando clases. En un grupo de 'wasap' que tiene con su cuadrilla, alguien habló de un desprendimiento en «un monte de Ermua». Nahia no le dio mayor importancia, pero la llamada telefónica de su madre unos minutos después le puso en alerta. Algo grave tenía que pasar. «Ama nunca me interrumpe cuando sabe que estoy trabajando», pensó. Desde el otro lado, su madre era incapaz de hablar. Algo había pasado con su padre en el vertedero, le dijo una compañera. No pudo sacar más de la conversación y, lo que más le angustiaba, no sabía si su padre, Alberto, estaba bien. Cogió el coche y salió disparada con su marido hacia Eibar. Entre Azpeitia y la localidad armera apenas hay 27 kilómetros de distancia, pero tardaron dos horas en llegar por las retenciones que el gigantesco derrumbe había provocado en el tráfico. En ese trayecto, recuerda ahora, llamó más de veinte veces a su madre; sin duda, las dos horas más largas de su vida.
La noticia corrió de boca en boca por calles y casas de Zalla, Azpeitia y Markina, donde vivía Alberto. La tarde pasaba ya de las cinco y la vida de las familias de los dos trabajadores sepultados en Zaldibar acababa de cambiar para siempre. Lo que no podían intuir era que su sufrimiento por la pérdida se iba a alargar tanto tiempo.
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Nadie imaginaba entonces que lo ocurrido en una ladera ignota entre Zaldibar y Ermua iba a provocar el mayor desastre medioambiental en la historia de Euskadi, además de una tormenta política con amplio eco mediático. Una crisis inesperada con numerosas aristas que todavía hoy sigue en la memoria de todos porque, un año después, el cuerpo de Joaquín Beltrán sigue sin aparecer. Pero también porque sigue abierta una investigación judicial con varios imputados –que avanza lentamente– para tratar de depurar responsabilidades penales. Y una última razón:todavía hay una montaña de residuos peligrosos que las autoridades planean sellar cuando aparezca el trabajador.
Aquel 6 de febrero pasaron tantas cosas... Sobre las cuatro de la tarde, Ander, Mikel y sus compañeros del turno de tarde aparcaban sus coches cerca de la cantera de Mañaria. Sacaron el material de escalada y pusieron la vista en la cumbre del Mugarra. Ander y Mikel son dos miembros de la Unidad de Vigilancia y Rescate (UVR) de la Ertzaintza, aunque sus nombres han sido cambiados porque el Gobierno vasco no ha autorizado a ningún trabajador público salir con nombre y apellidos en este reportaje.
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Cuando no tienen rescates que atender, estos dos ertzainas tratan de entrenar. Ese día esperaban una tarde tranquila, así que su idea era hacer unas prácticas en el cresterío de esta montaña del duranguesado. No habían terminado de equiparse cuando recibieron una llamada del BZ, el técnico de emergencias que se encarga de coordinar los distintos recursos cuando surge una alerta. El aviso era claro: «Desprendimiento sobre la AP-8/los cuatro carrilescortados/la carretera N-634 afectada/mucha confusión». Después más llamadas y mensajes;las primeras informaciones hablan de diez trabajadores desaparecidos. Tampoco se sabe si la riada de tierra y escombros ha sepultado a algún conductor en una de las autopistas más transitadas de Euskadi.
La preocupación es máxima. En el centro de control de tráfico de Iurreta se establece una mesa de crisis a la que acuden altos responsables políticos de la Diputación y del Gobierno vasco. Se movilizan todos los recursos disponibles: bomberos, ertzainas de distintas comisarías y trabajadores de empresas vinculadas al mantenimiento de las carreteras. Un alto cargo del Ejecutivo recuerda que en un primer momento la atención se centró en la autopista. Sin apenas información sobre lo que había pasado en las instalaciones de Verter Recycling, miles de conductores se habían visto afectados y, además, la posibilidad de que algún vehículo estuviese enterrado no era para nada descartable.
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El helicóptero de la Ertzaintza trasladó de inmediato a dos rescatadores a la parte alta del vertedero. El resto de los equipos de emergencias llegó por tierra con los perros de rastreo, que marcaron varios puntos despistados por un hedor propio del lugar que olfateaban. Uno de los agentes desplegados recuerda aquellos primeros momentos. «Buscábamos prácticamente con las manos, a pico y pala hasta quedarnos sin resuello». Se centran en la zona de la báscula, donde trabajaba Alberto Sololuze. No era como excavar en tierra común. Cada dos paladas aparecían plásticos, hierros, bloques de hormigón... Un dato: tardaron varias horas en cavar un agujero de apenas dos metros de profundidad y cuatro de diámetro.
Y otra complicación. Lo que no sabían los cerca de 60 rescatadores que se metieron al 'barro' en Zaldibar es que en esas primeras horas de confusión estaban buscando entre cientos de toneladas de residuos muy peligrosos, contaminados con amianto y sin ninguna protección. No lo sabían porque nadie informó de ello hasta la una de la madrugada, cuando todo el operativo se suspendió de forma precipitada. Fue un técnico el que dio la voz de alarma después de que un trabajador le advirtiese de que entre los escombros había toneladas de materiales con fibrocemento. No lo comunicó el dueño de la instalación, José Ignacio Barinaga, a pesar de que se encontraba siguiendo el rescate allí mismo. Tampoco avisaron los responsables del Departamento de Medio Ambiente del Gobierno vasco, a pesar de que fue esta misma consejería la que le concedió en 2007 la licencia para gestionar «materiales de construcción que contienen amianto».
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Con el motor encendido
Pronto se comprobó que la magnitud del colapso del vertedero de Zaldibar carecía de precedentes en Euskadi. El derrumbe desplazó ladera abajo unos 800.000 metros cúbicos de residuos industriales, que se convirtieron en materiales peligrosos al mezclarse todo lo que había allí dentro. Los tres metros de altura de tierra, basura, piedras y árboles que colapsaron la AP-8, sobre todo en sentido San Sebastián, eran menos del 5% de los escombros que se desprendieron desde lo alto de la escombrera del barrio de Eitzaga. De hecho, la magnitud del desprendimiento podría compararse con el desplome de gran parte del monte Artxanda en Bilbao. Otro ejemplo: con todos los desechos que cayeron incontrolados podría llenarse San Mamés.
Rodolfo, uno de los trabajadores del basurero, lo vivió en primera persona. Aquel día estaba subido en una excavadora cuando el suelo empezó a moverse bajo sus pies. Todavía hoy, un año después, le parece increíble que saliese ileso. Cayó más de 100 metros ladera abajo, como si estuviese «surfeando» sobre una gran ola de residuos, hasta que paró en secó. Sin tiempo que perder, empezó a buscar a sus compañeros. Cogió otra máquina y empezó a excavar. Él y Txisko –el hermano de Beltrán que también trabajaba en Zaldibar– localizaron semienterrado ladera abajo el coche de Joaquín. Tenía el motor encendido y el claxon estaba sonando. Sabía que Joaquín había estado avisando a muchos de los compañeros –entre ellos su hijo Fran y a su sobrino– para que saliesen de allí porque las grietas que habían aparecido días antes en las bancadas estaban creciendo de forma preocupante en las últimas horas.
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Lo que Rodolfo desconocía era si a su jefe le había dado tiempo de alertar a todo el mundo antes del accidente. Tenía claro que no se habría marchado de la escombrera sin hacerlo. Un año después, está convencido de que Joaquín iba a avisar a Alberto cuando fue engullido por el alud de tierra.
Con el paso de las horas, la probabilidad de que Joaquín y Alberto aparecieran con vida se fue esfumando. Para las familias de una persona que acaba de desaparecer, la situación se convierte en un arma de doble filo. Las primeras horas y días –incluso meses– la incógnita infunde «cierta esperanza». Mientras no aparezca el cadáver existe la posibilidad del milagro. Y las víctimas, como es lógico, se agarran a esa pequeña probabilidad como a un clavo ardiendo. «Desaparecido no es lo mismo que fallecido», se repetía Laura Beltrán una y otra vez.
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Para la familia de Joaquín, el accidente entra en otra dimensión cuando Fran llega a casa desde el vertedero, todavía con el buzo puesto. Hablamos de un chico de 22 años alegre y positivo. Su madre y sus hermanos llevaban muchas horas de angustia. Laura llamaba al móvil de su padre. Daba línea, pero nadie contestaba. Desesperado, Pablo, el pequeño de la familia, que entonces sólo tenía 17 años, grita e insiste en que quiere ir como sea a Zaldibar a buscarle. Entonces llega Fran. Le miran fijamente, esperando que les comunique algo a lo que agarrarse. Pero lo que les dijo no lo olvidarán jamás. «Aita no está. Se ha ido como un héroe. Ahora vive dentro de mí».
Para los allegados de Alberto gran parte de la esperanza se diluyó a las diez de la noche. Uno de los especialistas que estaba atendiendo a las familias se acercó a Nahia y le dijo que se fuesen haciendo a la idea de que «allí no había nadie vivo». A la joven le costaba creérselo. Lo comprendió mejor cuando, días después, subió al vertedero y vio con sus propios ojos la «magnitud» del desprendimiento.
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Además de la vertiente humana, el desastre de Zaldibar pronto derivó en otra serie de crisis, que se fueron agudizando a medida que el operativo avanzaba sin resultados. Durante los primeros meses, la búsqueda estuvo plagada de dificultades y tuvo que suspenderse en varias ocasiones por el riesgo de nuevos desprendimientos. La lentitud en los momentos iniciales exasperó a las familias, sobre todo a la de Joaquín, que insistía en que no se estaban poniendo todos los medios necesarios. En marzo, el mismo día en el que se decretó la emergencia sanitaria por el coronavirus, el lento desarrollo del operativo llegó a provocar un tenso encuentro entre la familia de Beltrán y el lehendakari. Aquella charla, aparentemente técnica, derivó en una fuerte discusión en la que Urkullu aseguró que la culpa de lo ocurrido no correspondía al Gobierno vasco. La responsabilidad –dijo– era de Verter Recycling y de la empresa de Joaquín, que se dedicaba a distribuir los residuos que llegaban al recinto. El hermano y la cuñada de Joaquín abandonaron aquella reunión muy indignados. Todavía hoy siguen muy dolidos por aquellas «injustas» afirmaciones. Y, de hecho, aunque han seguido informados puntualmente de la evolución del operativo por los técnicos de emergencias, fue la última vez que se vieron con el lehendakari. Con los allegados de Alberto, la relación institucional ha sido más cordial.
El Gobierno vasco siempre ha defendido que su responsabilidad en el vertedero es subsidiaria y ya ha remitido varias facturas millonarias a Verter Recycling por los gastos del operativo. Es el argumento que ha defendido desde el primer momento antes las duras críticas de la oposición, que le ha acusado de no haber controlado un basurero que recibió en 13 años los residuos industriales que preveía gestionar en 35. Las críticas políticas y las protestas vecinales se redoblaron con especial dureza después de que Salud Pública emitiera la recomendación de no practicar deporte al aire libre ni de ventilar las casas en el entorno de Zaldibar, Ermua y Eibar. El problema era el aire tóxico –con niveles de dioxinas y furanos hasta 50 veces superiores a lo habitual– generado por un incendio en el vertedero que permaneció varios días incontrolado.
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Un chandal negro
Las familias han seguido la bronca política con cierta distancia. Igual que tampoco reaccionaron especialmente cuando, el pasado julio, José Ignacio Barinaga y otros dos altos cargos de Verter fueron detenidos por la Ertzaintza en el marco de la investigación. Aunque están convencidas de que el desastre se pudo evitar y quieren saber qué ocurrió, su prioridad siempre ha sido encontrar a sus seres queridos.
Para la familia de Nahia, la pesadilla terminó el 16 de agosto, justo el día en el que se cumplían 25 años del fallecimiento del padre de Alberto Sololuze. Esa jornada recibieron una llamada de un técnico de emergencias diciéndoles que había aparecido una tibia envuelta en ropa en el vertedero. Cuando le dijeron que era en un chandal negro, la joven rompió a llorar. Sabía que era su aita. Los análisis de ADN lo confirmaron días después. Por fin podían despedirle como es debido. Por fin podían descansar.
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Un año después, la familia Beltrán sigue esperando. Su vida entró en punto muerto aquel 6 de febrero en el que perdieron al pilar de sus vidas. Están «agotados». Saben que arrastrarán lo ocurrido de por vida, pero necesitan que aparezca su cuerpo para poder cerrar esta etapa. Necesitan un lugar al que poder llevarle unas flores. Insisten en que en ningún momento se han sentido solos y agradecen mucho el apoyo del pueblo de Zalla y de los equipos de rescate. Pero necesitan avanzar. Quitarse la losa de Zaldibar y dejar de sentirse mal cuando salen a la calle. «Es como si nos sintiésemos culpables por hacer vida normal. Como si nos sintiésemos culpables por vivir», explica Laura.
En su contexto
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5% de los 800.000 metros cúbicos de residuos industriales que se desprendieron del vertedero de Zaldibar acabó en la AP-8, que acabó cortada en ambos sentidos. Un dato: con toda la basura que se desprendió se podría llenar un estadio como el San Mamés.
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13 años le bastaron a Verter Recycling para recibir los residuos que había proyectado almacenar en 35 años. El crecimiento del basurero fue especialmente intenso en los últimos años.
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«Surfeando» sobre una ola de residuos Rodolfo, uno de los trabajadores de la escombrera, salvó la vida de milagro tras caer con su excavadora más de 100 metros cuando la tierra empezó a moverse bajo sus pies.
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