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Hoy se conmemora el Día Internacional Contra el Acoso Escolar, una situación que padece en silencio mucha gente. Ane -nombre ficticio- tiene 20 años y ... quiere marcharse de Bilbao. Pronto irá a estudiar un grado superior a otra ciudad. Como otros muchos adultos, camina con esa mochila invisible de la niñez infeliz, cargando con el miedo a la gente. Hija única de padres separados y criada por su madre, denuncia que desde los 8 hasta los 14 años sufrió acoso escolar que quedó impune en un centro de la ciudad. Los niños de su clase reprodujeron esas dinámicas de abuso grupal al diferente.
Todo terminó cuando comenzó tercero de la ESO en otro colegio. Desde que finalizara su formación básica no ha podido estudiar de nuevo de forma presencial porque «teme volver a ser rechazada», cuenta su madre. La experiencia le ha dejado secuelas. Está en tratamiento. «No hay derecho a que te destrocen la infancia y a pasarla encerrada en casa», explica la joven.
218 casos de acoso escolar
se certificaron en Euskadi en el curso 2022-2023, un 14% de las 1.543 denuncias analizadas por la Inspección de Educación. Casi la mitad de los abusos se producen en 1º y 2º de la ESO, donde los alumnos tienen entre 12 y 14 años.
Su madre empezó a sospechar que algo ocurría porque la niña comenzó a padecer fuertes ataques de ansiedad que requerían atención médica. Los siguió teniendo más adelante, especialmente por el estrés que le causaba la idea de ir a clase. Ane era «la apestada». Al principio solo quería jugar y no entendía lo que ocurría. La seguían después de clase para pegarle. La restregaban la merienda por el pelo. Tiraban su estuche por las cuestas del barrio para que subiera y bajara a por él. «Una vez me estuvieron persiguiendo por el parque con una mierda pinchada en un palo para que me la comiese», relata la joven. Sólo unos pocos participaban de forma activa en el maltrato, aunque el resto se ponía de perfil e ignoraban la situación. Lo que más le dolía fue la exclusión. «Siempre estaba sola».
La madre recuerda con lágrimas en los ojos cómo se sentaba sola en clase y en el autobús cuando iba de excursión o los plantones en las fiestas de cumpleaños a los que habían confirmado asistencia y nadie acudía. «Es terrible estar esperando a que lleguen sus amiguitos, tener que recoger los globos e irte a tu casa». Tampoco le dejaban ir a jugar al parque. La echaban. «¿Ésta qué hace aquí?», le increpaban otros críos. Le operaron de apendicitis, pero cuando volvió a clase, un niño le pegó un codazo en la herida. «Una niña me venía a ver, pero cuando volví al colegio me arañaba», recuerda Ane. Poco después fue a una fiesta de carnaval, pero al verla aparecer «salieron todos corriendo».
En este caso, la familia no se sintió arropada por el colegio, que abrió protocolos pero desestimó que se estuviera produciendo un caso de bullying, pese a que la madre denunció constantes agresiones, también físicas. Algunos niños decían que ella les había pegado primero. «Uno la emprendió a puñetazos porque había tocado su mesa». También «agarraron a Ane por el cuello en el patio de la ikastola en presencia de otra niña, la tiraron al suelo, rompieron sus cromos...»
En la adolescencia todo empeoró. Recibía insultos por Whatsapp o creaban grupos de clase para eliminarla después de ellos. Durante un tiempo, tuvo que ir y volver a clase «escoltada» por su tío. «Se quería marchar del colegio a toda costa, me suplicaba llorando cambiar de ciudad», relata la madre. «En los últimos años solo hablaba con los profesores en el patio, y entonces me decían que era pelota», cuenta Ane. «Llegaron a acordar entre todos no hablarme, porque decían que era chivata», abunda.
La madre, que convivía en ese momento con su hija, su hermano y su madre, requirió la intervención del Departamento de Educación del Gobierno vasco por el acoso a Ane, desde donde incluso le recomendaron sacarla del colegio. El centro escolar llegó a contratar a un mediador, un experto en inteligencia emocional en primero de la ESO, con el que ella no terminó en buenos términos. Alegaba que la madre estaba obsesionada, que la niña «tenía un problema mental».
«Su función es tapar los casos y amedrentar a las familias», dice la madre, que denuncia que el psicólogo llegó a amenazarla con acudir a los servicios sociales para que abrieran expediente por supuesta desprotección de la menor, motivo por el que «te la pueden quitar», le decía. «Tu hija es como tú, no tiene amigos», llegó a soltarle. Al final, la adulta tiró la toalla y Ane fue escolarizada en otro centro para terminar sus estudios.
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