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Tres minutos que hicieron historia
FÚTBOL

Tres minutos que hicieron historia

Un recuerdo a la inolvidable actuación de Maradona ante Inglaterra en el Estadio Azteca, de la que se han cumplido treinta años

Jon Agiriano

Sábado, 25 de junio 2016, 01:36

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Hay días en los que el calendario te sobresalta con un aniversario importante que no recordabas y para el cual no estabas convenientemente preparado. Me sucedió el pasado miércoles. En la primera lectura matinal de los digitales, descubrí que se cumplían 30 años de la inolvidable actuación de Maradona ante Inglaterra en el Mundial de México. Fue el 22 de junio de 1986. Como no recuerdo nada de aquel día salvo los dos goles del Pelusa, me abalanzo sobre la hemeroteca en busca del contexto histórico; una práctica ésta a la que me entrego con frecuencia pese a ser consciente de sus peligros alucinógenos. Y descubro que en España se celebraban ese día elecciones generales, que la selección velaba armas para su partido ante Bélgica y que un aparejador bilbaíno acababa de descubrir que era pariente lejano de Lady Di y mostraba su confianza en poder heredar un castillo en Gales. Aparte de lo dicho, en Sestao saltaba la noticia: durante las fiestas de San Pedro, los gordos y delgados del pueblo no sólo iban a jugar ese año su tradicional partido de fútbol sino que iban a participar también en un espectáculo cómico taurino.

De aquel día me quedó un recuerdo muy concreto, circunscrito a los tres minutos que transcurrieron entre el primer gol de Maradona y el segundo. Del resto del partido, realmente, lo he olvidado todo salvo el sol de plomo que caía sobre el Estadio Azteca como una maldición estelar. La verdad es que no podría decir ahora cuál de los dos equipos había hecho más méritos hasta que apareció el barrilete cósmico y mandó parar. En el minuto 51 llegó el gol con la mano; la famosa mano de Dios. Yo era entonces un maradoniano declarado. Durante los conflictos del argentino con el Athletic de aquellos años, había hecho grandes esfuerzos por tenerle manía. Trabajé con ahínco en busca del rencor que otros hinchas rojiblancos mostraban con flamante naturalidad, pero al final tuve que rendirme. Mi admiración era superior a todo y al final acabé aceptándolo con orgullo. «Sí, soy maradoniano ¿y qué?», espetaba al que quisiera escucharme, es decir, a los amigos de la cuadrilla.

El gol con la mano me sentó fatal. Me pareció una trampa vergonzosa impropia de un futbolista como Maradona. Y me irritó que algunos lo consideraran una genialidad y cargaran contra el pobre Peter Shilton, cuya calamitosa salida comparte con el fallo de Seaman en el gol de Nayim la medalla de oro a las pifias de un portero inglés. La verdad es que me dejó mal cuerpo ese 1-0. Yo iba aquel día con Argentina, pero a raíz del gol me hice neutral y casi me puse del lado de Inglaterra. Qué le voy a hacer si, a la hora de elegir entre un tipo noble y un poco inocentón y otro artero, listo y ventajista, me quedo siempre con el primero. Maradona me había decepcionado. Durante tres minutos, rumié mi enfado en soledad. Y entonces se produjo el famoso pase del 'Negro' Enrique.

En 2013, el periodista Javier Martín relató con maestría ese momento en 'Jotdown'. «Habían pasado doce minutos de la una de la tarde del 22 de junio de 1986 en Ciudad de México cuando Héctor Enrique recibió el balón en la banda derecha, dentro de su propio campo, a unos 15 metros de la línea divisoria. Con el 12 en la espalda de su elástica azul, Enrique controló el balón y dribló al inglés Peter Beardsley, en un regate hacia atrás buscando campo abierto. En ese momento, el jugador argentino tomó una decisión aparentemente intrascendente que, a la postre, resultó decisiva para la historia del fútbol. Enrique podría haber intentado avanzar conduciendo el balón. También podría haber probado a descongestionar el juego con un balón largo a la otra banda o haber buscado el apoyo atrás en uno de los centrales, Ruggeri o Brown. Podría haber intentado un pase largo a Jorge Valdano o cedido la pelota a Burruchaga. Pero no, Héctor Adolfo Enrique, al que todos conocían como el Negro, buscó el pase en corto a su compañero Diego Armando Maradona; una decisión que, casi 27 años después, no podemos sino celebrar con entusiasmo».

Entusiasmo. Supongo que es lo que debí sentir cuando Maradona terminó su obra de arte. Pues no. Lo primero que sentí fue ese tipo de alegría profunda y perpleja que produce lo inverosímil cuando se convierte en realidad. Me quedé fascinado. Nunca había visto nada igual. Viendo el gol repetido, acabé apiadándome de los ingleses. Varios de ellos fueron muy criticados por ser demasiado nobles y no haber interrumpido la jugada con una falta más o menos aparatosa. El propio Maradona ha declarado que si los rivales hubieran sido uruguayos, por ejemplo, su gol no hubiera sido posible. Es probable, pero tengo mis dudas. He visto el gol un montón de veces y creo que el único futbolista inglés que merece una crítica es Fenwick, que cuando Maradona está a punto de entrar en el área no se decide a derribarle y apenas acierta a pegarle un ligero manotazo en el muslo que no sirve para nada. Ahí pudo acabar la jugada, efectivamente. ¿Por qué actuó así Fenwick? Sólo veo dos razones. La más convincente, sin duda, es que el defensa del Queens Park Rangers tenía una tarjeta amarilla desde el minuto 9 y no quiso arriesgarse a la expulsión. La segunda tiene que ver con una sospecha personal. ¿Le paralizaría en cierto modo el deslumbramiento ante la obra de arte que estaba gestando delante de él?

Con el resto de los acusados se ha sido bastante injusto, en mi opinión. El quiebro a Beardsley y Reid, que no eran precisamente dos sabuesos, fue magnífico. Por otro lado, tampoco tenían la obligación de ser adivinos. ¿Quién podía imaginar que aquella acción intrascendente en campo contrario, aquel suave movimiento del agua del mar, era el comienzo de un tsunami? Hodge, que andaba por allí, no intervino, prefirió quedarse como espectador, pero en su defensa hay que decir que, de haberlo hecho, de haberse metido en el lío, podía haber molestado en su carrera a Reid, que se puso a perseguir a Maradona cuando éste comenzó su slalom hacia la eternidad. Butcher aparece entonces en el escenario por primera vez, pero lo hace mal perfilado y el argentino se le va sin problemas. Cuando el duro central inglés vuelve a entrar en acción, Diego ya ha entrado al área con permiso de Fenwick y ninguna fuerza humana parece ser capaz de detenerle. Tal es su confianza que decide driblar a Shilton en lugar de chutar. Butcher llega al cruce una milésima tarde. Se lanza a la desesperada, pero no puede evitar el gol.

No hace falta decir que perdoné de inmediato a Maradona por su trampa anterior y que, treinta años después, sigo entusiasmado.

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