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Jon Agiriano
Sábado, 5 de diciembre 2015, 01:50
Leo que el Chelsea se quiere desembarazar de Radamel Falcao y que se ha puesto en contacto con el Mónaco, club al que pertenece el delantero colombiano, para ver si quiere recuperarlo en el próximo mercado de invierno. Y leo que los monegascos no quieren ni oír hablar de semejante operación, que entre otras obligaciones incluiría la de hacerse cargo de una buena parte de la ficha anual del jugador: 14 millones de euros. Después de ambas lecturas, resulta inevitable recordar los tiempos, tan cercanos, en los que Radamel Falcao, el Tigre, era uno de los futbolistas más deseados del mundo. Hace menos de dos años, los grandes clubes se lo disputaban y peleaban como rottweilers por ficharle. Y es que Falcao, como había dicho Pep Guardiola, «era probablemente el mejor jugador de área del mundo». Ahora, en cambio, es una carga. Nadie lo quiere y los que lo tienen no saben cómo quitárselo de encima.
Sabemos que el fútbol puede ser muy ingrato y que las glorias del mundo son efímeras. Sic transit gloria mundi. Sabemos también que los clubes no son instituciones de beneficencia sino máquinas exprimidoras de talento. Pagan muy bien, es cierto, pero llegado el caso no tienen ningún escrúpulo para tratarte como un mueble caro e inservible del que no saben cómo deshacerse. El trato del fútbol es éste. Los propios jugadores aceptan su condición de mercancías de lujo que se usan y se tiran. Pero no por ello podemos dejar de conmovernos de algún modo cuando nos encontramos con casos como el de Falcao, un desplome tan rápido y sangrante desde las alturas del estrellato a los bajos fondos de los caídos en desgracia.
En su caso, el derrumbe tiene fecha: el 22 de enero de 2014. El Mónaco, que había pagado por él 63 millones al Atlético y le firmó un contrato de cinco años, jugaba un partido de Copa contra el Mont DÓrs Azergues de Chasselay, un modesto club de cuarta división francesa. Era el típico partido del que nadie espera ninguna sorpresa desagradable. Sin embargo, al final de la primera parte, Falcao cayó lesionado tras ser derribado en el área por un defensa. Sus gestos de dolor hicieron temer lo peor y ese diagnóstico funesto se confirmó al día siguiente: rotura del ligamento cruzado anterior. La noticia tuvo un impacto enorme, sobre todo en Colombia, que tantas ilusiones había depositado en su goleador de cara al Mundial 2014. Durante los seis meses siguientes a su lesión, Falcao protagonizó una carrera desesperada para obrar el milagro de estar con su selección en Brasil. La admiración que sentían por él sus paisanos se acrecentó viéndole en esa lucha contra la adversidad. José Pekerman lo esperó hasta el último día, pero al final no pudo convocarle.
El Tigre volvió a jugar tras el verano, al principio con el Mónaco y, a partir de septiembre, con el Manchester United, que consiguió su cesión por una temporada con una opción de recompra de 55 millones. Muy lejos de su mejor versión, el colombiano no convenció a Van Gaal, que incluso llegó a humillarle haciéndole jugar un partido con el equipo sub23. Disputó 1.286 minutos, repartidos en 26 encuentros, y marcó cuatro goles. Por supuesto, el United no ejerció el pasado verano su opción de recompra. Falcao, sin embargo, conservaba todavía mucho prestigio y Mourinho se lo llevó al Chelsea convencido, según dijo, de que podía resucitarle.
La realidad ha sido bien diferente. Justo la contraria, podríamos decir. El colombiano apenas ha tenido minutos con el equipo londinense, que lleva toda la temporada penando en la Premier. Viéndole jugar, salta a la vista que no es el futbolista demoledor que era antes de su lesión, el mismo que, con dos golpes mortales, arrasó las esperanzas del Athletic en la final de la Europa League de 2012. Ha perdido fiereza, confianza en sus maniobras y, sobre todo, puntualidad para llegar en el momento preciso al lugar del remate. Va a ser difícil que, cerca ya de los treinta años, recupere estas virtudes. Y si lo hace, seguro que no será en destinos suntuosos como el Manchester United, el Chelsea o el Mónaco. Será en un club donde le quieran. Se me ocurren River Plate, Oporto o Atlético. Porque hasta los killers más letales tienen su corazoncito.
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