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Jon Agiriano
Sábado, 21 de noviembre 2015, 02:02
Cada vez que pienso en Raúl González -y ha sido inevitable hacerlo estos días a cuenta de su retirada- recuerdo de inmediato el testimonio que me dio de él uno de sus amigos de la infancia en la colonia Marconi. Fue en el mes de enero de 1997. (Esto no lo recordaba, pero para eso está la hemeroteca, oiga). Me había desplazado a San Cristóbal de los Ángeles para hacer uno de esos clásicos reportajes de la modalidad viaje a la semilla sobre el que, ya entonces, sin cumplir todavía los veinte años, se había convertido en el nuevo ídolo del madridismo. Marcos, que así se llamaba el amigo de Raúl, me contó que éste se tomaba el fútbol tan en serio que, con tan sólo once años, entrenaba como si le fuera la vida en ello y el día anterior a los partidos ya no salía de casa por la tarde para concentrarse como es debido. «El fútbol era su obsesión. Pensaba en hacer algo con el balón y no paraba hasta que le salía».
Recuerdo bien el campo de San Cristóbal de los Ángeles en el que creció Raúl. Supongo que ya habrá desaparecido o que será otra cosa muy diferente, que los yonkies del barrio ya no entrarán cada dos por tres en los vestuarios a robar balones y ropa, y que la vieja cancha de arena de mina que los socios alisaban los días de partido arrastrando un rodillo con dos coches rescatados del desguace será ahora una superficie bien lisa y limpia, quién sabe si de hierba artificial. No sabría decir por qué, pero cuando vi aquel solar polvoriento rodeado de grandes mazacotes de pisos con ropa tendida en las ventanas me pareció un lugar perfecto para alimentar un sueño de grandeza. Y me alegré de que Raúl lo hubiera hecho realidad.
Reconozco mi admiración por este jugador, uno de los más grandes que ha dado el fútbol español. Hay algo en él que siempre me ha fascinado. Y no me refiero a esa lectura que tantas veces se ha hecho de él. Ya saben, la que dice que se trata de un futbolista sin virtudes deslumbrantes al que sólo su impresionante fuerza de voluntad y su indomable espíritu de sacrificio han permitido alcanzar metas enormes, muy superiores a las que parecerían propias de su talento. Nunca me he creído esa teoría. Siempre he pensado que Raúl reunía todas las virtudes de un gran futbolista y, sobre todo, de un goleador excepcional. Sin embargo, lo que me ha fascinado de él, hasta el punto de que sus movimientos en el campo me producían un efecto casi hipnótico, no han sido sus virtudes de 'killer' (404 goles le contemplan) sino su afán competitivo; un afán prodigioso, demostrado hasta el último segundo de su último partido en 21 años como profesional, que merecería una líneas del maestro Luis Landero.
Pensemos en lo que ha hecho Raúl tras su salida del Real Madrid. Me ha parecido extraordinario. A diferencia de tantas y tantas leyendas que, cuando dejan el club de su vida, eligen destinos exóticos para hacer caja mientras disfrutan de una plácida jubilación jugando pachangas en estadios vacíos, el excapitán del Real Madrid decidió seguir compitiendo. Y no es que lo hiciera únicamente durante sus dos temporadas en el Schalke 04 -el Athletic, que le tuvo enfrente en la Eurocopa League, puede dar fe de cómo las seguía gastando el madrileño durante su aventura alemana- sino que, cuando se fue a Qatar en 2013 y el año pasado a Nueva York, continuó dejándose el pellejo en cada partido y soñando como un principiante con ganar títulos. Soñando y lográndolos. No puedo resistirme a citar su palmarés durante las cinco temporadas que ha pasado en el extranjero: una Copa de Alemania y una Supercopa con el Schalke 04, al que condujo hasta unas semifinales de la Champions; una Liga y una Copa del Emir en Qatar con el Al-Sadd; y una Spring Season, una Woosnam Cup y la Soccer Bowl con el New York Cosmos.
Dicho esto, sólo queda descubrirse. Y no olvidar su ejemplo.
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