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Jon Agiriano
Sábado, 21 de mayo 2016, 00:47
La última jornada de Liga ha vuelto a disparar el fuego cruzado, como ya es tradición. No hay manera de que el campeonato español termine sin una buena bronca y sin que los perjudicados por los últimos resultados extraños pongan en solfa la honradez de algunos rivales y, en general, de la competición. Por lo visto, no hay manera de evitarlo. Yo llegué a creer que sí, que algo se podía hacer para que la Liga no termine siempre con una zapatiesta, pero hace tiempo que cambié de opinión y me resigné. Estamos condenados. Eso pensé escuchando a Marcelino García Toral decir que quería que el Sporting siguiera en Primera antes de dar cuatro días de descanso a sus jugadores en vísperas de su visita al Molinón. ¿A santo de qué tenía que decir en público algo que todo el mundo sabía? ¿No se daba cuenta de que, en ese caso, su innecesaria sinceridad sólo podía interpretarse como una forma de descaro? ¿De verdad que no era consciente de que callado estaba mucho más guapo?
Quizá no. Marcelino es un tipo raro con una inmensa habilidad natural para pisar charcos y ganarse enemigos. Y ya sólo le faltaba que su mujer le ayude en esta faceta peculiar de su personalidad y, con la que estaba cayendo el domingo, salga en Facebook diciendo a sus amigas que regresaban a Villarreal con el trabajo hecho, felices por la permanencia del Sporting. ¿Tampoco entendía esa señora que era mucho más inteligente no escribir ningún comentario de ese tipo en público? ¿O acaso se trataba, precisamente, de alardear de sportinguismo y asturianismo para quedar bien con la parroquia, aunque fuera a costa de reírse de los rivales?
Lo de Marcelino y señora ha sido feo, evidentemente, pero tampoco me ha parecido muy edificante la indignación sobreactuada de sus rivales, a los que sólo les ha faltado rasgarse las vestiduras en público y retirarse a un convento de clausura, incapaces de soportar las injusticias de este mundo. Martín Presa, el presidente del Rayo, se ha despachado a gusto con el técnico asturiano, que también ha tenido que escuchar de todo desde Getafe. Se trata, por supuesto, de simples desahogos, por no hablar de tácticas populistas para desviar la atención sobre el fracaso del descenso, que es suyo y no de Marcelino. Porque todo el mundo sabe cómo suceden las cosas en las últimas jornadas, los resultados extraños que se dan porque unos equipos se juegan la vida y otros nada, o porque los grandes reservan titulares pensando en objetivos más interesantes, o porque hay choques entre clubes amigos o viejas deudas que saldar entre enemigos, como se vio en el Villamarín, donde al Betis se le acusó precisamente de lo contrario de lo que se acusó al Villarreal en El Molinón, es decir, de tomarse el partido demasiado en serio.
A las últimas fechas del campeonato, que diría un argentino, hay que llegar con los deberes hechos. De lo contrario, uno se expone a que sucedan cosas raras y a acabar succionado por el remolino que lleva al desagüe. Y en ese caso, cuando vienen mal dadas, hay que aceptar el destino cruel y callar, comerse el marrón sin histerismos. Porque las circunstancias que un año te perjudican otro te van a beneficiar. Al fútbol español, en fin, no es que le falte 'fair play', aunque tampoco quiero decir que ande muy sobrado. Seguro que ocurren cosas turbias que merecen la intervención de los sabuesos de la agencia Pinkerton que Javier Tebas manda por esos campos de Dios. Pero lo que falta de verdad es madurez para soportar la existencia de gente como Marcelino, por poner un ejemplo, y para aceptar la cruda realidad, que unas veces te bendice con sus favores y otras te golpea con sus putadas.
El infantilismo, qué le vamos a hacer, es consustancial del fútbol. Ya dijo Javier Marías que en un partido todos nos convertimos en niños de doce años. Yo creo que exageraba y bajaría la edad hasta los nueve o diez. Así se explica que casi todos los debates sobre el fútbol se queden en la superficie del resultado, que es como decir en la simple dicotomía de buenos y malos, y que cualquier mirada más profunda al juego sea sospechosa o no se entienda. Y así se explican estos pataleos de final de temporada, estas polémicas estériles que no cesan y que, dentro de un año, volverán a repetirse sin otra diferencia que sus protagonistas.
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Silvia Cantera, David Olabarri y Gabriel Cuesta
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