Don Draper: el truhán, el señor
Todos quieren beber, fumar y conquistar como él. Todos quieren ser como él. Pero Don sólo hay uno y ahora toca decirle adiós en los últimos capítulos de 'Mad Men', la serie que ha marcado mucho más que estilo
Jorge Barbó
Viernes, 3 de abril 2015, 23:22
Está en plena calle, a las puertas del New York Athletic Club. Sale una mañana tórrida de agosto y se quita la americana, la pliega en un sólo movimiento y la sostiene con el antebrazo. La camisa almidonada, perfecta, como recién planchada y -por supuesto- sin rastro de sudor en la zona de las axilas. Despliega sus Ray-Ban aviator y se las coloca con gracejo, desafiando al sol. Mira a un lado y al otro, con la chulería justa, mientras del bolsillo se saca un paquete de Lucky Strike, nunca cajetilla. Una sacudida suave y un par de golpecitos con los dedos para ayudar a que salga el cigarro, que se lo llevará a la boca para después encenderlo de un modo que nadie, ningún otro hombre sobre la faz de la tierra es capaz. Por mucho que lo intente, por mucho que pase horas delante del espejo tratando de copiar ese gesto que consiste en extender la palma de la siniestra para que la diestra prenda el mechero, mientras el pitillo descansa elegante en los labios y los alveolos se preparan para recibir una calada profunda. Todo en un ejercicio de perfecta sincronía, como un paso de ballet en el Bolshoi coreografiado por la testosterona o el movimiento preciso de un reloj suizo. Nadie conseguirá hacerlo ni parecido a Don. Porque Don Draper sólo hay uno. Y ahora, toca decirle adiós.
Se ha pasado siete temporadas cayendo desde lo más alto. Sin llegar a arrugarse el traje. Entre faldas, tragos y bocanadas de nicotina se ha vestido, casi siempre por los pies, en esa historia de insatisfacción que es Mad Men, envuelta en la sofisticación de los sesenta, con la excusa de contar las idas y vueltas de una gran agencia de publicidad de ese Manhattan que un día lloró con la muerte de JFK y al otro chilló con los Beatles. Siete temporadas y ahora toca el final, el último trago de whisky de un hombre al que sólo le queda ascender a ese cielo de los injustos, los buenos-malos y los canallas a los que tanto queremos. Un cielo de ficción en el que Tony Soprano come cannolis mientras sus chicas bailan en tetas en la barra, Walter White cocina meta, Jimmy McNulty vacía una birra y en el que ya han dejado un despacho con un cenicero vacío para que Don Drapper lo vaya llenando. Porque él, como su Mad Men, es inmortal. Y alcohólico. Y mujeriego. Es el truhán. El señor.
En estos años ha apurado muchas botellas hasta la última gota. De whisky solo en esos vasos redondos. También de ginebra a palo seco. Y algún que otro cocktail en esos garitos de pianos, barmen negros con chaqueta blanca y nubes de nicotina. Nunca ha faltado un trago en sus despacho, para celebrar éxitos, para ahogar fracasos, para pasar mentiras. De noche y a las diez, las doce de la mañana. Tanto da. Don sabe beber. Fue ungido con un hígado de acero y una capacidad titánica para sobrellevar con dignidad las gaupasas, que en el peor de los casos le hará traer a su secretaria una aspirina y se echará una cabezada en el sofá del despacho, sin que se llegue a despeinar jamás, j-a-m-á-s, ese pelo engominado. Aunque a veces el asunto se le vaya de las manos y pase de lo achispado, de lo locuaz, de lo ocurrente, a lo patético sin llegar a perder la elegancia en ese dificilísimo tránsito etílico, como aquella vez que acabó abrazando la loza mientras Peggy, la buena de Peggy, cuidaba de él. Ella, la chica de los recados que acabó de creativa de campanillas, ha sido una de las muchas (muchísimas) mujeres de su vida. Aunque todo lo que han compartido juntos fuera ese agarrao tierno al ritmo de 'My way'. Ella es la excepción que ha confirmado su promiscua regla.
Un 'fucker'
Don es un empotrador nato. Un 'fucker'. En la cama de la asistenta, en habitaciones de hotel, en la parte de atrás de su coche, sobre la encimera de la cocina, en su despacho, en sofás tapizados en seda, en más habitaciones de hotel, en plan salvaje sobre la alfombra de salón, en las camas de otros e, incluso, de cuando en cuando, hasta en el lecho conyugal con su señora. Él es un experto en el húmedo arte de romper cremalleras. Bebiendo, fumando y follando se ha pasado las siete temporadas. Entre, cerca y dentro de señoras siempre, siempre, estupendas a las que, aun cuando parecía haber sentado la cabeza, se las ha hecho pasar canutas. A todas. Y sin embargo, ellas siempre han bebido los vientos por ese maromo de pelo en pecho y mejillas rasuradas, de mentón rotundo y mirada lacónica. Por él han perdido la cabeza, las bragas y hasta la dignidad. Esas pobres, hasta las más astutas, hasta las que parecían más inaccesibles, le han regalado su corazón. Se lo han dado todo. También ese baile, ese 'Zou Bisou Bisou' yeyé que Megan, su flamante y francocanadiense segunda esposa, le cantó y le bailó, con aquella petite robe noire cortísima, cosida a ardientes puntadas de gasa y vuelo, aquellas medias tan poco tupidas, aquellos tacones y aquellas caderas, jóvenes, locas y despreocupadas. Mon Dieu.
Claro, todos quieren ser Don. Moverse como Don, beber como Don, fumar como Don, follar como Don y pensar como Don. Y hablar como él. Con esa voz casi gutural, rasgada, cascada, como una vieja Gibson sin afinar, con unos requiebros que jamás alcanzan el carraspeo. Y mirar como él, con unos ojos desarmanantes, que con ellos le basta para hacer ceder el cierre del sujetador más complicado. Y callar como él. Con ese dominio absoluto de los silencios, esos discursos geniales que sólo se consiguen sin decir palabra. Y, aunque nunca nadie supo a qué huele Don, todos quieren compartir su fragancia, su aliento malteado y nicotinado, su olor a Old Spice después de la ducha, su aroma pegajoso y carnal después de un polvo. Y, sí, todos quieren mentir como él. Ser maestros de la mentira con corbata, de la doble vida. Hasta llegar a enterrar a base de engaños a ese Dick Whitman que nació de una madre prostituta muerta, se crió con un padre demasiado amante del noble arte de empinar el codo, terminó de dar el estirón en un burdel y encontró una muerte sin balas ni verdad en un Vietnam que era demasiado simple para un tipo de su talento, de su creatividad, de su labia.
Ahora toca decirle adiós. También a la caprichosa e infeliz Betty, a la pequeña Sally Draper -que pasó de niña a mujer sin darnos cuenta-, a las curvas de Joan, y hasta el trepa de Pete. Toca decir adiós. Sin lágrimas. Los hombres locos nunca lloran.