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César Coca
Martes, 15 de noviembre 2016, 02:10
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Tenía veinte años y estaba alojado en un hotel de Berlín. Poseía un talento enorme, pero la disciplina y el trabajo nunca habían sido sus mejores virtudes e incluso la suerte parecía darle la espalda. Apenas unas horas antes, la mujer de la que estaba enamorado -la misma que poco tiempo atrás le había prometido que se divorciaría para irse con él- lo había abandonado. No tenía dinero para llegar a París donde en el fondo nadie lo esperaba y sus padres ni siquiera sabían dónde estaba. Así que decidió poner fin a todos sus problemas colgándose de la lámpara de su habitación con el cinturón de su batín. Pero este se rompió y el joven fue a dar con sus huesos en el suelo. Entonces se incorporó, tocó unos minutos el piano que había en el vestíbulo del hotel, salió a la calle, comió algo con las pocas monedas que le quedaban y decidió dedicar el resto de su vida a pasarlo bien. Cuando 75 años después murió, había conseguido sobradamente ese objetivo. Tanto que incluso en algún momento confesó que era la persona más feliz que había conocido nunca. También fue uno de los más grandes pianistas de la Historia. Quizá el mayor de todos. Su nombre: Arthur Rubinstein.
Hay tres o cuatro fechas cruciales en la vida de Rubinstein. La primera fue 1894. Tenía solo siete años - nació el 28 de enero de 1887, en el seno de una familia judía- y ya había debutado como pianista en un concierto público, pese a que desesperaba a sus profesores porque nunca habían visto un alumno con tanto talento y tan pocas ganas de trabajar. A esa edad, un día vio cómo un grupo de cosacos recorría Lodz (Polonia), su ciudad, golpeando y matando a los viandantes. En su libro de memorias cuenta cómo él y sus amigos echaron a correr, espantados por la sangre y la muerte. Al llegar a casa, pensó que debía prepararse para vivir cosas así sin miedo. Y lo logró. Nunca más lo tuvo.
La segunda fecha clave es 1907, con el intento de suicidio. A partir de ahí, decidió que el mundo era demasiado hermoso como para desperdiciar un solo día, y se dedicó a vivir con una intensidad que rozaba lo sobrehumano. Gracias a su talento, recorría el mundo dando conciertos que apenas preparaba. Con frecuencia, las críticas no eran buenas. O destacaban su desparpajo a la hora de saltarse unas cuantas notas. Lo dejó escrito él mismo: durante muchos años, reservaba la mayor parte de su tiempo para el buen vino y las mujeres hermosas, más o menos, añadía con salero, en la proporción de uno a cuatro.
Su sonido era muy hermoso, sus interpretaciones tenían eso que se llama 'alma' y que había aprendido en sus clases con Max Bruch y Reynaldo Hahn, entre otros. Pronto descubrió la luz del Mediterráneo y se enamoró de sus paisajes. En España se sentía mejor que en casa, porque en Polonia las cosas nunca fueron fáciles para él. Pronto se convirtió en uno de los mayores promotores de la música española por el mundo, llevando a las mejores salas de conciertos las obras de Falla, Granados, Albéniz y otros. Respondiendo a tanto amor por España y su música, el rey Alfonso XIII le proporcionó un pasaporte para que pudiera moverse libremente por Europa durante la Gran Guerra. Lo hacía con desenvoltura, ayudado por el hecho de que hablaba ocho idiomas, lo que le sirvió también para aumentar sus ingresos trabajando como traductor.
Vídeo: Tocando la Polonesa Heroica, de Chopin
'El viejo Ruby'
Después de haber desdeñado a los pianistas que se ejercitaban durante diez, doce o más horas diarias para conseguir unas interpretaciones técnicamente perfectas - de Godowski dijo que era un hombre infeliz que dejó pasar su vida sin hacer otra cosa que ensayar y tocar en público-, un día escuchó a Vladímir Horowitz, que poseía una técnica exquisita, y su vida cambió de nuevo. Se reinventó, diríamos ahora, a los cincuenta años. El Rubinstein amante de los paseos, los viajes, los cafés, los buenos restaurantes, el arte, la lectura, el sol y la noche se puso a trabajar. Para entonces, sus versiones de algunos de los grandes compositores ya eran muy apreciadas, pero a partir de entonces fueron sencillamente inigualables. A Chopin lo despojó de almíbar y lo convirtió en un músico de un romanticismo profundo y verdadero; en Brahms halló un fondo de lirismo conmovedor; en Beethoven destacó su carácter heroico y elegíaco; a Schubert lo hizo cantar; a Falla le descubrió el barniz impresionista...
Todos los expertos apuntan que sus mejores versiones - y las grabaciones- son las que dejó entre los cincuenta y los setenta años, porque ahí están el sonido maravilloso de siempre pero con menos 'alegrías' en la parte técnica.
Mantuvo su amor irreductible por la vida y todo lo que podía darle. En sus textos periodísticos, García Márquez se refiere más de una vez a las ocasiones en las que coincidió con el pianista, al que muchos llamaban ya 'el viejo Ruby': tras un recital se encaminaba hacia alguno de los mejores restaurantes de la ciudad y cenaba, bebía y fumaba como si no hubiera un mañana, incluso cuando había superado de largo los 80 años. Siempre iba acompañado de jóvenes admiradoras a las que sacaba no menos de medio siglo. Todas tenían algo en común, vistas desde la distancia: eran mujeres muy guapas. Sus incontables aventuras amorosas nunca fueron un secreto para su esposa, una bailarina polaca con la que se casó en 1932, cuando el pianista tenía ya 45 años. En 1977, cumplidos los 90, se separó de ella, aunque nunca llegó a producirse un divorcio legal, para irse a vivir con Annabelle Whitestone, una agente musical que entonces tenía solo 30.
Vídeo: Intermezzi op. 117 Nº 2 de Brahms
En sus últimos años padeció problemas en la vista hasta el extremo de que quedar casi ciego. Tuvo que dejar de leer - en algún momento comentó que cuando podía hacerlo había perdido demasiadas veces su tiempo con libros que no eran buenos - y aprovechó los últimos años de carrera para grabar de nuevo algunas obras de las que quería dejar su versión tras más de tres cuartos de siglo en los escenarios. Se retiró en 1976, a los 89 años, con un recital en el Wigmore Hall de Londres. Murió en Ginebra, el 20 de diciembre de 1982. Sus cenizas fueron depositadas en Jerusalén.
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