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Giuseppe Di Stefano, genio de la ópera y de la canción napolitana (y siciliana), interpreta 'Canto, ma sotto voce'.

El otro Di Stefano: un amante de la vida, el sexo y... ¡la ópera!

El mítico tenor marcó una época a mediados del siglo XX con un estilo arrebatador y generoso, como si hiciera el amor con las palabras

Isabel Urrutia

Lunes, 15 de junio 2015, 17:41

"Naciste al mediodía exacto, era domingo y sonaban todas las campanas. ¡Ojos de malandrín tenías y los cabellos negros, negros!". Así lo recordaba su madre y él se partía de risa. Giuseppe Di Stefano Pippo para los amigos era un hombre muy simpático y divertido. Siciliano de la cabeza a los pies, más listo que el hambre y amante del limón. Quizás una cosa y otra están relacionadas. En la provincia de Catania se aliñan las ensaladas con ese cítrico y allí dicen que eso imprime carácter, ingenio y rapidez de pensamiento. En fin.

En el caso de Di Stefano con o sin limones no se puede negar que las cogía todas al vuelo. Será que en última instancia no tenía testa de tenor (cabeza de tenor). Un dicho típico de su tierra que insinúa que la mayoría de los divos no brilla por su inteligencia. Cuidado, que no les estoy faltando el respeto; los propios tenores son los primeros en recordar la expresión de marras para hacer guasa... Los grandes-grandes no tienen complejos y disfrutan como niños a la hora de ponerse en ridículo. Ya se encargan ellos mismos de airear las anécdotas más descacharrantes y chuscas.

Sin ir más lejos como hacía Pippo, cuando relataba con pelos y señales lo que le sucedió en el afamado Metropolitan de Nueva York, con motivo de su debut, allá por 1948. Tenía 27 años y era un mocetón que seguía a pies juntillas el lema italiano de 'tieni duro', o sea, que más vale mantenerse firme en su sitio. Como un clavo, sin temblar ni retroceder. Nada le daba miedo. Amaba la vida sobre todas las cosas, por eso nunca se arrepintió de desertar del Ejército fascista de Mussolini y de paso grabar en Zúrich -en calidad de refugiado- un puñado de arias y napolitanas con un desparpajo y frescura que resucita a los muertos... Siempre se dejaba llevar por el instinto. En lo profesional y en todo lo demás. Dicho esto, en vísperas de su actuación en Nueva York el bueno de Pippo estaba muy, muy efervescente. Más de lo habitual. ¿Por qué sería?

Bolsita de hielo

Entre otras cosas, aquella noche derrochaba seguridad y testosterona porque le tocaba cantar en 'Rigoletto', caracterizado como el irresistible Duque de Mantua, con jubón y calzas bien pegadas a la piel. Sabía muy bien que le favorecían y no hacía falta relleno para engordar las pantorrillas Ya saben, truquillos del atrezo y vestuario para cantantes esmirriados. Pero Pippo no era uno de esos, al contrario. Sólido, de pecho amplio y piernas bien musculadas, las modistillas del Metropolitan no tardaron en dar su aprobación al traje y estampa del tenor siciliano. Todo parecía bajo control. Atado y bien atado.

Lo que nadie sospechaba era que no tardaría en irrumpir el sexo. O mejor dicho, la frustración. ¡Pobre Pippo! Su agente le había impuesto abstinencia y la represión le terminó pasando factura. Por aquel entonces tenía una pareja alemana, casada pero a punto de separarse, y el estrés y encanto de los encuentros furtivos le arrebataba y traía de cabeza. Su vida sexual era un carrusel de emociones. Se dio un par de duchas frías pero no había manera. Erika así se llamaba la chica no se le borraba de la mente. Ya en el camerino, cuando calentaba la voz poco antes de salir a escena, notó que le asaltaba un dolor agudísimo en sus partes blandas, primorosamente recogidas en el calzón de época que vestía como Duque de Mantua.

Total, que le resultaba imposible alcanzar las notas agudas sin encogerse. Incapaz de aliviar las molestias, decidió colocarse una bolsa de hielo aprovechando la holgura del ropaje. Mano de santo. Salió de esa guisa y todo fue bien hasta que -delante de 3.000 personas- empezó a escurrírsele el agua por entre las piernas. Así y todo, la función de Rigoletto fue un rotundo éxito y Edward Johnson, manager del Metropolitan de Nueva York, brindó con champán a la salud del joven tenor siciliano. Se veía que llegaría lejos.

Efectivamente, Giuseppe Di Stefano marcó un antes y un después en la Historia de la Ópera. Sirva de ejemplo su grabación de Tosca con Maria Callas, bajo la dirección de Victor de Sabata. O I Puritani, también con la Callas y la batuta de Tullio Serafin. Es un intérprete mítico al que muchísimos aficionados admiran. Pero todavía más son los que llegan a quererle con pasión porque su voz hay que oírlo parece dirigirse a todos y cada uno de nosotros. Arriesgaba y mascaba las palabras como Frank Sinatra. Hacía el amor con cada sílaba y seducía hasta con la respiración. Un tenor revolucionario que inyectó vida a los personajes y barrió las telarañas de los escenarios. Se hubiera merecido una vejez dulce, felizmente casado con la soprano Monica Curth, su segunda mujer. No pudo ser.

Falleció a los 86 años después de cuatro largos años de agonía, como consecuencia de un ataque brutal en su casa de Kenia propinado por una banda de ladrones. Ninguno de nosotros lo olvida. Ni ese horror ni los bellísimos recuerdos que nos dejó. Larga vida en nuestra memoria.

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