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Josu Eguren
Martes, 14 de febrero 2017, 00:41
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Descaradamente inclinada hacia la enunciación más tópica y cutre del erotismo (el de las sábanas de raso, los ligueros, las bragas de encaje y el olor a pachuli), y una vez desechado por inmoral el borrador del contrato que establecía una serie de cláusulas análogas a las que dictaban los términos de la relación entre Severin von Kusiemski y Wanda von Dunajew, la secuela de 'Cincuenta sombras de Grey' completa su transformación en programa vespertino para señoras del 'midwest' incapaces de dejar volar su imaginación más allá de alguna que otra escena de 'softcore' handicapada por una interpretación reaccionaria del buen gusto.
Si en 'Cincuenta sombras de Grey' Sam Taylor Wood confinó el deseo en los límites del plano americano, con puntuales alusiones a la retórica del clímax fragmentado deudora de la famosa escena del 'Éxtasis' (1933), de Gustav Machatý, en 'Cincuenta sombras más oscuras' James Foley ('Glengarry Glen Ross', 1992) acierta a abrir el plano para ofrecernos alguna libra más de carne, aunque el juego de perversión se ha dulcificado de tal modo que la torridez tiene tanto o menos efecto sobre la bragueta o las bragas del espectador como un anuncio de champú. No todo es culpa de Foley, la levedad del texto y la pavisosez extrema de Jamie Dornan (Christian Grey) y Dakota Johnson (Anastasia Steele) juegan en contra de escenas como la que imita la ceremonia de iniciática de 'Eyes Wide Shut' (Stanley Kubrick, 1999), aquí completamente desritualizada y reducida a vulgar fiesta de disfraces, máscaras venecianas e hilo musical. Así y todo, lo mejor es reencontrarse con Kim Basinger, mito erótico por derecho propio e instigadora de una línea narrativa que conduce a los protagonistas hacia el terreno del 'thriller'.
Perfecta para parejas que quieran celebrar la monotonía de sus vidas yendo a verla juntos el día de San Valentín.
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