Yuja Wang solo quiso comer té y ensalada.

Notas entre amantes y el Mossad

La memoria viva de la Sociedad Filarmónica recoge decenas de anécdotas de las grandes estrellas que han pasado por su sala

César Coca

Domingo, 18 de junio 2017, 03:40

Los responsables de los teatros líricos y las salas de conciertos de todo el mundo están acostumbrados a los caprichos de las estrellas, pero Asís ... Aznar, presidente de la Sociedad Filarmónica de Bilbao, se quedó de piedra cuando la soprano Kathleen Battle le pidió un espejo de cuerpo entero, abatible y trasladable. No le servía con el instalado en el camerino porque no cumplía dos de las condiciones (abatible y trasladable), así que un miembro de la comisión artística de la sociedad hubo de echarse a la calle a buscar uno, con la mayor urgencia. «Lo encontró, tras una intensa búsqueda recuerda Aznar con una amplia sonrisa en una tienda, donde lo tenían como elemento decorativo. Tuvieron la amabilidad de prestárnoslo y así pudimos satisfacer a la diva».

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Asís Aznar lidera la sociedad musical bilbaína, que en 2021 cumplirá 125 años. Por su sala actual, construida en 1904, han pasado las mayores estrellas de la música de todo este tiempo, como atestiguan las fotografías que cubren las paredes de los pasillos de la sala. Y muchas de ellas han protagonizado un puñado de anécdotas que, si un escritor las incluyera en una novela, sin duda sería tachado de exagerado. Como, por ejemplo, cuando una famosa cantante su nombre no puede reproducirse, por razones obvias, que había dado a luz poco antes, se presentó acompañada por un joven que no era su marido. La pareja se comportó en todo momento como lo harían dos adolescentes en plena ebullición hormonal, sin frenarse siquiera ante los directivos de la Sociedad. Aún se recuerdan las series de arrumacos que se prodigaban antes y después del concierto, y también al día siguiente, durante una visita guiada al Guggenheim.

Los minutos previos al concierto y los del descanso son para un artista momentos críticos, en los que buscan el silencio y la concentración. El pianista estadounidense Shura Cherkasky, que siempre iba impecable con su frac se interesaba no tanto por el público asistente o por repasar mentalmente el programa como por si iba bien vestido y lo preguntaba a cuantos se encontraban a su alrededor. El jovencísimo Jan Lisiecki, que viaja acompañado de sus padres, emplea los descansos en rezar. Y el director Daniel Harding tiene la capacidad de sorprender a todos: en una ocasión lo aprovechó para seguir un partido de fútbol en la radio; en otra, para jugar con una gameboy.

Aznar repasa el anecdotario y se detiene en el día en que Alexis Weissenberg tuvo que salir al escenario con ropa y zapatos de calle porque en el avión habían perdido su maleta. O cuando Martha Argerich pidió que le cambiaran el piano durante el descanso. O cuando Kristian Zimerman, que viaja siempre en un furgón con su propio piano y lo acompaña un conductor que se encarga de mover el instrumento, decidió, después de una complicada maniobra para salvar desniveles y alcanzar el escenario en un edificio que presenta para ello no pocas dificultades, que prefería el de la propia Filarmónica.

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Un concierto protagonizado por Teresa Berganza hubo de retrasarse sin decir la causa real al público que ya llenaba la sala porque la mezzo aseguraba que no le subía la voz. Finalmente pudo cantar, pero el concierto comenzó media hora tarde. Estuvo a punto de suceder algo peor en una función que protagonizaban la violinista Viktoria Mullova y el pianista Piotr Anderszewski. Dos minutos antes de la hora del comienzo, este último no había aparecido ni siquiera para la prueba de sonido. La propia Mullova estaba en la puerta, esperándolo, mientras en la sala no cabía un espectador más. Anderszewski llegó sin prisa, caminando por la calle, como si el concierto fuera al día siguiente. En la Filarmónica, aún recuerdan la mirada de odio y el grito que le lanzó Mullova: «Peter, never more!»

Una siesta y una suite

Otra violinista, Midori, se presentó descaradamente tarde al ensayo. Una vez en la sala, explicó que había dormido muy mal en una modesta pensión que ella misma se había buscado. Así que tocó unos pocos minutos y se retiró al camerino... a echar una siesta. Evgeny Kissin ya era una estrella y todavía viajaba con su madre y su profesora. En la Filarmónica no han olvidado cómo esta última corregía el trabajo del joven talento durante los ensayos. En cambio, es imposible que recuerden, porque no pudieron asistir, los ensayos de Battle. La soprano prohibió tajantemente que hubiera nadie en la sala, bajo la amenaza de marcharse a casa si descubría a alguien escuchándola.

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Una taza para la diva

  • En su última visita, Yuja Wang pidió un té y una ensalada «de las que vienen envasadas y venden en cualquier supermercado», y que luego ni siquiera terminó. Pocas calorías para alguien que luego despliega una energía fabulosa ante el teclado, y ninguna molestia para quienes la atienden. No siempre es así. Hay solistas, cantantes y directores que quieren tener en su camerino agua de una marca que aquí no se encuentra y los hay que les da lo mismo dónde comer o cenar pero están tan solos y aburridos que lo único que desean es compañía y conversación.

  • En el extremo opuesto a Yuja Wang está de nuevo Kathleen Battle. En una ocasión pidió un té sin teína y con sabor a pippermint, que debía estar servido en una taza de una dimensión concreta. Asís Aznar le llevó una de un juego muy especial por su decoración, pero la rechazó porque el diámetro no era el deseado. Al final, encontraron una de la medida requerida en una cafetería próxima. Estaba ya descolorida después de un uso prolongado, pero fue la que le gustó a la cantante. En esa misma visita, también había pedido, además de unas toallas de hilo, una cesta con fruta. Cuando se fue, nadie encontró ninguna peladura en el camerino, pero las manzanas, las naranjas y los plátanos de la cesta habían desaparecido.

Irving Gage caminaba por el pasillo de la Filarmónica hacia el escenario para acompañar a la soprano Juliane Banse cuando se quedó mirando una foto y rompió a llorar. «Fue la mejor, la más divertida, la más...» dijo con la voz entrecortada. Se refería a otra soprano fallecida dos décadas antes: Lucia Popp. Los comportamientos tras los conciertos también son distintos. A Kristian Zimerman cuesta arrancarle una propina. En la sala de la calle Marqués del Puerto recuerdan que solo tras ovaciones apoteósicas han logrado que toque una pieza más. En cambio, Grigory Sokolov, que esta misma temporada protagonizó el concierto número 3.000 de la historia de la Sociedad, las ofrece por sistema. Tantas que equivalen a casi otro concierto.

La historia que protagonizó Katia Labècque no tuvo lugar en la Filarmónica, sino en un hotel de la ciudad. La pianista de Bayona daba un concierto junto a su hermana Marielle, y llegó un día antes que esta. Habían reservado dos suites para ambas. El problema surgió cuando la mayorde las hermanas se dio cuenta de que las habitaciones no eran contiguas, sino que había otra en medio. Su enfado fue monumental y amenazó con irse del hotel. Los ocupantes de la habitación que separaba sus suites fueron trasladados.

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A veces, lo sucedido muestra la soledad en la que viven estas figuras que recorren el mundo durante todo el año sin nadie que les acompañe. Leiv Ode Andsnes llegó a Bilbao con tal dolor de espalda que no se le ocurrió otra cosa que mirar las páginas amarillas de la guía telefónica para buscar un acupuntor. La empleada de la Filarmónica que lo acompañó hasta la consulta, situada en un edificio antiguo del centro y con una sospechosamente desierta sala de espera, aún no ha entendido cómo el pianista noruego asumió el riesgo de ponerse en manos de un desconocido... La también pianista Angela Hewitt sufrió tal lumbalgia en su hotel, ya en Bilbao, que estuvo tendida en el suelo un par de horas sin poder alcanzar el teléfono para avisar a la recepción de lo que le sucedía.

Sin embargo, no todo son problemas. En muchos artistas llama la atención su exquisita amabilidad. Es el caso de Isabelle Faust. Khatia Buniatishvili es como una niña encantada con todo, que se transforma en una fuerza de la naturaleza cuando se sienta al piano. Hélène Grimaud desfila por los pasillos con un aire enigmático; Nicola Benedetti y Janine Jansen parecen supermodelos. Y aunque la juventud ya le queda lejos, en la Filarmónica no dejan de destacar que el violonchelista Mischa Maisky es tan discreto que casi considera que está pidiendo un gran favor si solicita... una botella de agua. Aunque lo más singular de todo es lo que sucedía hasta no hace mucho cuando actuaba un solista o un grupo judío. Entonces entre sus acompañantes estaba siempre alguien del Mossad.

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