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Mi familia es una de esas familias llenas de maestras, las de vocación. No profesoras, maestras que eligieron la profesión conscientemente en épocas en las ... que ser mujer y trabajar fuera de casa no estaba demasiado bien visto. Maestras en colegios de educación pública, esa que garantiza la enseñanza universal, en la que nos formamos sus descendientes, por cierto, porque educar en el respeto a la diferencia de clase, raza, género, orientación o en cualquier otra acepción que se nos ocurra es la única forma de hacerlo realmente. Eso defendían las mujeres de mi familia y eso trataron de transmitir a sus alumnas y alumnos.
Algunas veces no fue fácil, y no me refiero a que en las clases más de uno se subiera a la parra (que también), hablo de que se jugaron la vida, literalmente, estuvieron a punto de perderla porque no a todo el mundo le convence aquello de la igualdad, la fraternidad y la libertad. En épocas revueltas siempre ha funcionado lo de 'no me cae bien mi vecina/compañera', así que la denuncio a la orden inquisitorial por bruja... y a la Inquisición le gusta más un juicio ejemplarizante que a un niño una piruleta. Pongo el acento en ellas porque, reconozcámoslo, lo tuvieron más complicado por el mero hecho de declinar sus adjetivos en femenino, pero también les pasó a ellos.
Conste que estas líneas no surgen contra otro tipo de enseñanzas, sino a favor de la que por derecho corresponde a cada ciudadano en un estado de bienestar donde preocupa el futuro de la juventud, de toda, provenga de donde provenga, necesite estudiar a golpe de beca o pueda hacerlo a toque de talonario. 'Las mías' ejercieron en el bilbaíno Colegio Torre Urizar o Tomás Camacho, dependiendo de la época en la que tocó pasar por sus aulas. Esa escuela con nombre de periodista y escritor enclavada en Irala, barrio nacido para albergar a los trabajadores de Harino-Panadera dentro de un Bilbao industrial, basado en ideas higienistas y sociales, convertido ahora en el Notting Hill del Bilbao turístico por sus casas inglesas de colores. Este 2025 celebra cien años de vida, aunque parece que su electrocardiograma está a punto de marcar asistolia mientras un médico pronuncia eso de «hora de la muerte...». Suenan campanas de cierre, anuncian a difunto, y el repicar preocupa al vecindario.
Quienes asistimos a Camacho guardamos un recuerdo imborrable. De nosotros se decía que entrábanos burros y salíamos machos (las hembras, siempre sin rima donde lucir). Hoy día, cuando pasamos por delante de sus enormes ventanales a través de los que atisbábamos el patio durante las clases soñando con la hora del recreo, se encoje el alma de nostalgia. En esa fachada, esculpidas en piedra desde tiempos en los que gustaba remarcar diferencias, se mantiene a un lado la palabra 'Estudios' (puerta de chicos), al otro 'Labores' (de chicas, por si quedaban dudas). Por suerte, en la época que tocó a esta redactora todos compartíamos los mimos accesos.
La imponente presencia de Camacho, diseñada por el arquitecto municipal Pedro Ispizua, se prestaba a misterios, a cuentos de fantasmas y manos sangrientas capaces de moverse por el sótano como Cosa en la Familia Monster. En mi tiempo nos desayunábamos los sábados con 'La bola de cristal'. Alaska ponía voz al programa y la Bruja Avería amenazaba con romper la lavadora si te reías... imaginar una extremidad con ansias senderistas nos parecía lo más natural. En la de mi hermana, Los Chiripitiflaúticos cantaban en blanco y negro, y en la de mi padre y mi madre lo complicado era estrenar televisor. Todos estudiamos allí. Y mi tía, mi primo... Y allí dieron clase mi abuela, mi otra tía, mi tío. Muchos alumnos se convirtieron en progenitores de nuevos estudiantes, algunos se conocieron y enamoraron entre sus paredes, como sucedió con los míos. Por eso Camacho forma parte de nuestro ADN, porque esta historia se repite desde el siglo pasado, ¡un siglo entero de escuela!, 72 años más que el Guggenheim, 79 por delante de las Torres Isozaki y 88 más que el nuevo campo de San Mamés.
Quién decide si un edificio se ha convertido en símbolo. Para Bilbao lo serán esos tres, pero para los bilbaínos que asistimos a aquellas clases, gente de Iralabarri, Escurce, Torre Urizar, Rekalde, Juan de Garay, Zabala… que recorrimos pasillos repletos de azulejos y pisamos el suelo de baldosas, pedaleamos sobre triciclos por ese suelo cuando llovía, recibimos pelotazos en campo quemado y nos deslomamos con «chorro-morro-pico-tallo», nuestro icono se encuentra en el número 2 de la ahora calle Monasterio, donde transcurrió nuestra infancia.
Allí aprendimos a leer y a contar, a prepararnos para lo que vendría más tarde, a manejarnos entre amigos y algún que otro abusón (siempre los hubo), incluso a entender a estos últimos a ratos, porque su vida era bastante más complicada que la propia. A mezclarnos los de buenas notas con lo de malas, los hábiles con los torpes. A asumir que serías la última elegida en el reparto de equipos para fútbol y la primera en la goma. A no frustrarnos (o sí, pero aceptarlo) cuando el trabajo de manualidades no quedaba como lo habías planeado o invertías el doble de tiempo con las mates que se atragantaban, porque definitivamente una es de letras y lo ha sabido desde... desde la escuela.
Los símbolos deberían perdurar no solo en la memoria de las personas sino en la realidad tangible, con cada piedra y ladrillo que estructuran su cuerpo. Un edificio simbólico no lo es solo por su continente, sino por su contenido, y este en concreto albergó a muchos infantes que hoy nos hemos convertido en lo que quienes nos enseñaron esperaban, adultos responsables, la mejor inversión social. Porque la enseñanza pública garantiza una sociedad instruida para todas las personas, y una sociedad instruida se traduce en una sociedad capacitada para pensar, de ahí que los poderes públicos deberían defenderla por encima de otros intereses.
El día 21 de mayo, a las 18:30 horas en la Casa-torre Urizar, asistiré al estreno del documental «Camacho: Una lección de memoria», que Enrique Vázquez ha preparado como parte de la Comisión para el Centenario de la Escuela Tomás Camacho. En él hablan antiguos alumnos y profesores que pasaron por ella. Lo haré acompañada de mi familia y nos emocionaremos seguro. Recordaré la inmensa labor de esas maestras y maestros que condujeron nuestra niñez a lo largo de décadas a favor –incluso algunas veces a pesar– de los planes de estudio determinados por cada gobierno. Y me acordaré de ellas, las mías, cuando escuche sus nombres en boca de alumnas que muchos años después todavía sienten su influencia con cariño. Veré escritos esos nombres que una vez trataron de eliminar por no ajustarse a los criterios imperantes y sabré que ya nadie podrá borrarlos de la pantalla y de la memoria. Ni con la mejor goma Milán.
Estreno del documental: «Camacho: Una lección de memoria». Casa-torre Urizar, 7 t 21 de mayo, 18:30 h.
Estreno del Ballet «Camacho 1925-2025». Música: Enrique Vázquez, coreografía y danza: Ainhoa Pardellas y Ane Zapirain. Escuelas de Camacho, 29 de mayo, 19:00 h.
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