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La casa de José Ramón es su castillo

Bizkaia conserva 54 casas torre heredadas de los banderizos, la mitad reformadas y habitadas por familias comprometidas con preservar el pasado

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Domingo, 9 de junio 2019, 00:59

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Están los que habitan las casas y luego los que las custodian, preservando un legado que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Es lo que ocurre con las casas torre, de las que apenas quedan 54 en Bizkaia, la mitad de ellas habitadas y cuatro convertidas en centros de interpretación o directamente en museos. Sus muros sirven para algo más que para colgar cuadros, quizá porque 600 años aguantando en pie dan para muchas historias reales y figuradas. En los últimos años varias sido abandonadas: es más cómoda una casa de nueva construcción. Y más barato hacerte una nueva que restaurar una torre. Algunas han devenido en caseríos –incluso manteniendo su función agropecuaria– y otras están habitadas por gente que huyó de la ciudad buscando una noble mansión en el campo.

Las Encartaciones es la comarca donde estas construcciones tienen mayor presencia, aunque algunas pasan por ser lo que no son y muchas han quedado reducidos a ruinas. Evitarlo es una empresa difícil para sus dueños, que a menudo deben hacer frente a gastos desorbitados para mantener un patrimonio que, por su carácter monumental, está sujeto a restricciones; «donde abrir una ventana de PVC o sellar una puerta es a menudo objeto de sanción», recuerda el historiador Juan González Cembellín, expertos en este tipo de construcciones. Recuperarlas tampoco es fácil, aunque la Diputación destina una partida de 300.000 euros al año para devolver a estas construcciones –caseríos y palacios incluidos– parte de su esplendor.

Su origen se remonta a la primera mitad del siglo XIV y adquieren todo su sentido en las guerras banderizas que sostuvieron los distintos linajes agrupados en torno a gamboinos y oñacinos, cuando el control de un valle o un puerto pesquero justificaba incursiones a sangre y fuego. Eran a un tiempo hogares y fortalezas almenadas, el símbolo de un poder feudal donde los linajes trenzaban alianzas a menudo inconfesables. La nobleza, la más necesitada de rentas, recurrían a la violencia para mantener su nivel de vida. Para mostrar ese poder levantaban bastiones de hasta 25 metros de altura y muros de mampostería de 1,25 de grosor. Por lo general tenían tres alturas y un bajo utilizado como almacén, bodega y ocasionalmente cárcel. Eran construcciones ciegas, sin ventanas ni apenas ventilación.

Así fue hasta que los Reyes Católicos impusieron su ley y desmocharon las torres, privándolas de sus elementos de defensa e inaugurando una época en la que los hidalgos no tenían que batallar entre sí para aumentar su fortuna. Marcharon a Madrid o a Bilbao, y dejaron esos muros en manos de vasallos a los que cobraban una renta. «El escudo de sus fachadas era como el hierro con el que marcaban el ganado», ilustra Cembellín.

EL CORREO ha visitado cuatro de estas torres, desde Berriatua hasta Gordexola, que han devenido en caserío, museo o vivienda. Los propietarios niegan con naturalidad cualquier asomo de anacronismo; dicen que vivir allí es como hacerlo en cualquier otra parte, «pero con más escaleras». Las armaduras y los tapices, quien los tenga, conviven con el wifi y las pantallas planas, y las cocinas de carbón han dado paso a las de gas o las vitrocerámicas. Eso sí, los fantasmas están bajo llave, porque para los propietarios su casa es su castillo.

  1. Aranzibia (Berriatua)

    «El Supremo dictó que éramos los propietarios... ¡después de 200 años!»

Más de 200 años pagando la renta y tres juicios –el último ante el Tribunal Supremo, en 1987– acreditan a la familia de José Ramón Espilla como propietaria de una torre de incalculable valor arquitectónico en Berriatua, ahora utilizada como caserío pero en la antigüedad antiguo puesto de control en un recodo del río Artibai por donde subían con marea alta las mercancías llegadas a Ondarroa. Además de él, allí residen sus dos hermanos y un cuñado. Juntos acometieron en 2012 la restauración del edificio, para lo que contaron con la ayuda de la Diputación –sufragó una tercera parte de la obra–. «El proyecto estrella foral de la década», lo define Alberto Santana, responsable de Patrimonio Etnográfico de Bizkaia.

Arreglaron la entrada exterior y el bajo cubierta, por aquel entonces lleno de agujeros y foco de humedades. «Demasiado dinero, decidimos parar porque el tema se nos iba de las manos», admite José Ramón. «El interior es menos práctico que un caserío convencional, donde interesa tener muchos metros cuadrados abajo para guardar el ganado y los aperos de labranza. Es jodido, aquí todo es vertical y nos hacemos viejos. No es un museo, es una casa, pero hay normas y hay que cumplirlas. No puedes decir: 'esto me estorba, lo quito'», añade con resignación.

José Ramón es ganadero. Llegó a tener un centenar de vacas y ahora cría corderos. Sus tierras producen desde pomelos y nueces hasta guindillas, «y unas matas de tomates que crecen junto a los muros de la torre y que en agosto estarán deliciosos», desliza Juanjo Urresti, su cuñado, que carga alubias hasta un trastero usado también como secadero de cebollas y ajos. «Si te gastas un dineral y pones un hotel todavía, pero no es una solución cómoda para vivir. Todo son peldaños –la zona habitable se concentra en la tercera planta, hasta la que se llega por una escalera– y eso pesa mucho cuando te pasas la vida cargando sacos de patatas». Otro inconveniente es el frío –«la casa es una nevera desde noviembre hasta mayo»– y eso que hay paredes de hasta dos metros de grosor.

  1. Ibarguen (Gordexola)

    «Conjugar las necesidades de una vivienda actual con el respeto al patrimonio»

Mikel Larrinaga, decorador de interiores, vio por primera vez la casa torre Ibarguen en un catálogo de la Diputación con el cartel de 'se vende' y no pudo resistir la tentación. «Demasiadas señales», dice. Vendió su caserío de Loiu y decidió invertir su tiempo y su dinero en devolver el esplendor a un edificio que entonces –1991– no tenía agua ni luz y llevaba 35 años vacío. «El tejado estaba hundido y había grietas amenazadoras por la fachada, pero curiosamente la estructura interior estaba intacta, apenas tuve que cambiar una viga».

El acceso era por la primera planta a través de un patín o escalera –«para hacerlo más inexpugnable»–, y debajo quedaba la cuadra. «Contratamos a una empresa de construcción, pero llegó un momento en que se acabaron los chines. Así que entarimamos nosotros mismos, limpiamos las vigas, desescombramos... Veníamos los fines de semana, por vacaciones, era un no parar. Hoy es el día que veo fotos de cómo estaba y confieso que ya no me atrevería». El desafío duró un año, «al menos lo más gordo, porque no he dejado de trabajar en ella».

Mikel es como un sabueso, inasequible al desaliento. Su filosofía de restauración pasa por buscar elementos de época y con ese fin se ha recorrido España y parte del extranjero en busca de anticuarios que le ayudaran a dar forma a una casa que, admite, «es un proyecto vital». Balcones, balaustradas... la puerta principal la encontró en Amorebieta después de meses buscando y casi arrojar la toalla. Pero su tarea no se limita al edificio. La prohibición de construir añadidos le ha llevado a levantar un cenador al otro lado del jardín renacentista que él mismo cuida con mimo, además de un curso de agua que se nutría del cercano río Herrerías, porque el señor de la torre lo era también del puente, un horno de pan y, muy importante, la ferrería.

Su casa, dice, es como una 'boda de cosas'. Los óleos y grabados se mezclan con remesas inagotables de libros, tapices y colecciones –de globos terráqueos, de fósiles, de cerámica vasca– que parecen haber encontrado su sitio entre muros de mampostería, ménsulas y vigas antiquísimas. «Si los objetos son bellos, no importa de qué época salen. Lo difícil es llegar a un equilibrio para que la casa no pierda encanto. También influye la iluminación, que sea cálida». A Mikel le deprime el estado del patrimonio vasco. «¿A nadie le importa? Sólo se salva lo que cae en la órbita de la iniciativa privada», denuncia. Y eso que en su día él no obtuvo ayudas, «la Administración no distinguía entre un piso en Bolueta de los años 60 de una casa torre del siglo XIV». A su juicio, los políticos deberían mostrar un poco más de cintura. «En Francia consideran que preservar un sitio así es un bien para la comunidad, mientras que aquí abundan los obstáculos. A quien da el paso hay que facilitarle las cosas. De acuerdo que el patrimonio merece respeto y protección, pero hay que conjugar esto con las necesidades de una vivienda contemporánea».

  1. Ugarte (Markina-Xemein)

    «Nadie se comprometía a darnos un presupuesto. 'Sobre la marcha', decían»

«Antes de tomar la decisión, te entra un vértigo tremendo». Marijo y su marido, Toni, tuvieron dudas al principio. Muchas. Y eso que dieron el paso en compañía de sus cuñados, Eli y Gabriel. Las dos parejas se repartieron la casa donde habían vivido ellas de pequeñas. De acuerdo, recapitulemos. Marijo y Eli son hijas del 'León de Markina', el legendario campeón de arrastre que compró la casa donde habían vivido de alquiler varias generaciones de su familia. «Estaba en ruinas y se utilizaba sólo como pajar y almacén para secar alubias. Empezamos a restaurarla en 2000 y fueron dos años de obra. Más los permisos. ¿Ayudas? Cero. Ni de la Diputación ni del Ayuntamiento. Nosotros solos».

«El edificio está declarado monumento y hay que respetar los huecos, las alturas, los materiales... Nadie se comprometía a darnos un presupuesto. 'Sobre la marcha', decían. Qué agobio». Tres plantas y bajo cubierta, el tejado a dos aguas recortado sobre laderas verdes y una cantera de mármol negro. «¿Ruido? Sí, el de la carretera que tenemos delante, del otro ni nos enteramos». Lo explican sentados a la mesa del txoko, en la antigua cuadra. «La casa es fresquita, cuando hay metro y medio de pared no es fácil poner chimenea». Tiene 826 metros cuadrados útiles, que se reparten las dos parejas y sus hijos en buena vecindad. Toni y Gabriel casaron con las hermanas el mismo día, San Valentín. «Era para celebrar una vez y no olvidarnos de las fechas», sueltan entre carcajadas.

Dicen que su casa es «como cualquier otra, pero –queja común– con más escaleras», lo que les ha llevado a reservar hueco para un ascensor «por si acaso». No queda rastro de cadalsos, almenas ni ladroneras, sólo las vigas de castaño y roble, y las paredes están llenas de yuntas, cencerros y demás recuerdos del aitite. Echando un vistazo al bucólico paisaje, nadie diría que antaño sus habitantes, del bando gamboino, estaban a la greña con los Barroeta por el control de ese valle al que se asoman el Oiz, el Kalamua, el Sapola, el Akarregi, entre rebaños de ovejas y vacas retozando al sol.

  1. Loizaga (Galdames)

    «Abrimos al público. El mantenimiento de la torre y los coches es tremendo»

Torre Loizaga es el sueño hecho realidad del industrial Miguel de la Vía, originario de Galdames y cautivado desde pequeño por la historia de Las Encartaciones. El complejo que se levanta en el antiguo solar de este linaje descendiente de los Gamboa poco tiene que ver con la torre desde la que en el pasado desafiaron a los oñacinos, mientras los 'parientes mayores' emparentaban con los Ayala, los Salazar o los Salcedo. En la actualidad funciona como centro de congresos y eventos, aunque también celebra alguna que otra boda de postín, como la del rojiblanco De Marcos el pasado fin de semana. No tiene uso residencial, aunque el empresario la habitó después de rescatarla de la ruina en los años 80. Loizaga es, además, famosa por atesorar la colección privada de Rolls Royce mayor del mundo.

Sólo la torre es original, no así el foso, la muralla o el cubo de entrada, que toman como modelo el cercano castillo de Muñatones. Incluso los olivos de 500 años, tan viejos como el baluarte original, han sido traídos de fuera. «Mi tío se encontró la torre destruida, la había alcanzado un rayo y apenas cuatro paredes aguantaban en pie», relata María López Tapia, desde el faladoiro (asiento) que guarnece las ventanas. Las tres plantas del edificio conservan tapices, armaduras, tallas, kutxas (arcones); un sinfín de objetos que dan lustre a los muros restaurados de manera artesanal, para lo que se mandó llamar a canteros gallegos y se rescataron materiales en lugares que habían sido abandonados. «El edificio, de muros muy gruesos y sin apenas cimientos, fue sólo el primer paso –explica López-Tapia–. Progresivamente se fueron añadiendo pabellones para albergar la colección de coches, las murallas...».

Nueve años duraron las obras de un complejo rodeado de bosques y el viñedo Sulibarria, donde se cultiva el txakoli Torre Loizaga. El resultado es una recreación romántica de atractivo incontestable. «Miguel de la Vía era un gran amante de Las Encartaciones y la torre es, de alguna manera, un homenaje a sus antepasados. Tenía temperamento artístico, una visión y los medios par materializarla», relata con orgullo su sobrina, mientras señala los muros donde todavía se aprecia la diferencia de color entre las piedras viejas y las nuevas, traídas de una cantera cercana. «¿Que cómo se mantiene todo esto? Pues con mucha dificultad -admite, resignada-. La gente intenta sacar dinero de donde sea, porque el mantenimiento es costoso. Y no hablo sólo de la torre, también están los coches», que se pueden visitar los domingos y festivos estatales de 10.00 a 15.00 horas (www.torreloizaga.com/visita.html).

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