El maletín entre las piernas, un perrito en una mano y el móvil en la otra. Un broker malcomiendo. Nada raro en Nueva York. Salvo ... que estaba sentado en un banco rodeado de tumbas. Esa fue la estampa que contemplé, cerrando el siglo XX, en el Bajo Manhattan a la altura del 74 de Trinity Place, cerca de Wall Street y Broadway. Un cementerio que hacía funciones de parque público. Así es el Trinity Churchyard. Si lo recuerdo ahora es por la nueva vida que podría tener el Cementerio de Begoña. Aquel que acogió la anteiglesia donde reside la Amatxu.
Desde 1813 hasta 2006 fue campo santo. Aunque hay quien apunta más atrás. Tres años antes de su cierre tuvo lugar la última inhumación. Pero nadie puede asegurar que restos y almas no sigan durmiendo entre tumbas, cruces y árboles. Bien lo saben los responsables del proyecto Begoñako Argia, de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, en el que han exhumado 4.700 cuerpos para contar, a través de ellos, la historia del lugar. Los huesos hablan. Las piedras y la tierra también. De ahí que la idea de convertirlo en parque deba hacernos reflexionar. Ni es nueva ni hay que temerla. Y aún menos considerarla afrenta. Como decía, hay cementerios que apostaron por la comunión entre el hoy y el ayer. Ese pretende ser el plan para el de Begoña. Un lugar, por cierto, cargado de historia.
Más de 2.000 tumbas, con habitantes cambiantes, salvo los panteones de familias pudientes. En algunos se pueden leer apellidos ilustres. Pero hay dos cosas que llaman la atención. El gran porcentaje de menores enterrados y la ausencia de nombres en algunas fosas. No olvidemos que esta zona fue clave en la Guerra Civil y, antes, en las Guerras Carlistas. Recordemos que Zumalacárregui fue herido por una bala rebotada en Begoña y que muchos carlistas murieron allí, amén de los matxorris o mahatxorris, así llamaban a los de esta anteiglesia, que murieron en la contienda. No estaría de más subrayar aquellos capítulos en su nueva actividad como parque. Algo que debería hacerse con todos los antiguos cementerios. Hay más de los que creemos bajo nuestros pies.
Las iglesias de Santiago y San Antón, la segunda a partir de 1470, tenían dividido su suelo entre los vecinos de Bilbao. A esta práctica se sumaron todas las iglesias y conventos de la villa. Hasta que, por motivos de higiene y espacio, en 1787 una Real Orden de Carlos III dispuso que los cementerios se construyeran fuera de las poblaciones.
Escaleras hacia el cielo
Costó aplicar la norma por la reticencia de la ciudadanía y del clero. Pero se hizo. Las tumbas se vaciaban y los camposantos se olvidaban. Como el de la huerta del convento de San Francisco. O el de la Campa de los Ingleses. Aquél que acogió a las gentes de las islas del norte desde el siglo XVIII. Se encuentra a escasos metros del Guggenheim, camino de la pasarela del Padre Arrupe que lleva hasta la Universidad de Deusto. Ahora está en Loiu, pero queda su huella bajo el suelo y junto a la ría. Sobre él camina el oriundo y el turista. Qué decir del de Mallona, donde la puerta pide que no lo olvidemos y que entremos para subir sus escaleras hacia el cielo y la nada.
Otro día hablaremos de más lugares que dieron descanso a los finados de la villa. No diremos eterno, porque las almas podrán serlo, pero no el suelo. Ese cambia como el árbol que cae y muere para renacer siendo otro. Desde que en 1902 se inauguró el Cementerio de Vista Alegre en Derio, Bilbao fue abandonando y cerrando tumbas. Pero se empeñan en no desaparecer. Podemos ayudarlas. No hay cosa más triste que un cementerio abandonado. Viene a ser como morir dos veces. Necesitamos quitar miedos y prejuicios, mirando a quienes se fueron a través de sus lápidas y panteones. De esa forma seguirán presentes en la memoria para recordarnos que, haya o no otra vida, tenemos ésta. Y que, aunque suene a paradoja, no hay mejor forma de sentirse vivo que caminando entre las tumbas.
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