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Marko, Mónica y Urko tratan de hacer más llevadera la noche de Enrique Martín Ramos con galletas, caldo caliente de verduras y compañía. ::

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Marko, Mónica y Urko tratan de hacer más llevadera la noche de Enrique Martín Ramos con galletas, caldo caliente de verduras y compañía. :: SERGIO GARCÍA

Cajeros de día, dormitorios de noche

214 personas sobreviven en las calles de Bilbao al margen de los albergues, un recurso que o bien han agotado o rechazan por los requisitos que exige

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Domingo, 26 de enero 2020, 09:56

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José Molina, malagueño, tiene 48 años y ha dado más vueltas que un 'hulla hoop'. El último embate de ese temporal en que se convirtió su vida hace años ha arrojado este cuerpo devastado a un cajero de la esquina de Sabino Arana y Alameda de Urquijo. Dice que le han diagnosticado un tumor en la vejiga y está pendiente de una cirugía en Urología de Basurto. Se retuerce de dolor, las hemorragias convierten su día a día en un calvario y tiene «mucho miedo». José no es usuario de la red municipal de centros de noche y tampoco se beneficia de programas forales como Habitat Bizkaia, que ha puesto viviendas a disposición de una veintena de personas sin recursos.

Su vida es la calle y no contempla otra alternativa. «¿Un albergue? Ni hablar –dice–. La última vez que estuve en uno me robaron el móvil, ropa que guardaba y dinero». Prefiere buscar a sus compañeros de infortunio en las plazas y los soportales de las iglesias, antes que aceptar a los que otros le imponen. No lo tiene fácil. Muchos cajeros echan la persiana al cierre de la jornada, restringiendo el hábitat de espíritus solitarios como él, gente sin techo cuyos lazos con la sociedad se han disuelto. No es ninguna tontería: ofrecen calor –la noche del reportaje, la temperatura en Bilbao se desplomó hasta los 7º– y un lugar de reunión para alimentar la sensación de seguridad.

Según los últimos datos oficiales, 214 personas pasan las noches al raso en Bilbao. Gente como José Molina, para quienes parecen haber pasado de largo todos los trenes posibles. La DYA es para muchos de ellos el último recurso. Un caldo caliente, un café con leche o cinco minutos de conversación son cosas sencillas que adquieren una dimensión nueva cuando el frío aprieta y las fuerzas escasean. Ángel Pérez, 13 años en la asociación que fundó el doctor Usparitza, conoce bien este escenario. Dos veces por semana, martes y jueves, 'Sierra 0-2' recorre las calles de Bilbao con sus compañeros de la agrupación en busca de gente cuya existencia, literalmente, pende de un hilo. Juntos se reparten una treintena de puntos de la ciudad que no casan con la imagen de prosperidad que está en boca de todos. «Lo tienen muy jodido. Y cada vez más –dice mientras el coche pasa junto a parapetos de cartón con ínfulas de refugio antiaéreo–. Los bancos cierran lo cajeros o contratan guardas jurados. En este colectivo hay mucho alcohólico o gente que abusa de las drogas, es normal que haya gente que se bloquee cuando entra a sacar dinero. El problema es que ellos también son personas».

Bancos y cajas niegan la mayor y argumentan que el cierre, cuando se produce, obedece a razones de seguridad y siempre que haya un cajero exterior u otra sucursal a escasa distancia. «Sí es cierto que a veces los clientes se quejan, pero no hay una posición beligerante ni puede haberla. Esta gente busca refugio donde puede, también en portales y plazas. Genera un conflicto interno, pero la solución debe venir de la sociedad en su conjunto», explican desde Caja Laboral y Kutxabank, entidades que como el resto alternan oficinas cerradas con otras abiertas.

«Demasiadas normas»

Pero los cajeros no son la única parada y fonda para esta legión de desheredados. La ruta de Ángel, Mónica o Urko arranca a las nueve de la noche y se prolonga hasta más allá de la una de la madrugada. Hay cajeros, por supuesto, pero también iglesias como la de San Francisquito (Santutxu), colegios (Zankoeta), puentes como el Arrupe o la pasarela de Ingenieros, portales en Castaños... hasta la acera de El Corte Inglés cambia de rostro pasada la medianoche. Desde que cargan los termos con caldo de verduras o café –siempre donaciones de particulares, en esta ocasión del bar Jofer de Juan de la Cosa–, el recorrido desvela un completo catálogo de las miserias humanas.

Karim, marroquí, llegó a Bilbao hace tres meses. Trabajaba en la obra hasta que se quedó sin empleo. Agarra el vaso de café como si le fuera la vida en ello, no sin antes asegurarse de que no lleva azúcar (es diabético). «Ya soy viejo para la calle», dice a sus 39 años, remiso a buscar el confort de un centro de la red municipal. «Hay mucha gente, aquí estoy solo y tranquilo. Además, hay demasiadas normas». Su opinión sobre los albergues marca la tónica de una noche larga y difícil. La imposibilidad de tomarse un trago o fumarse un porro, o permanecer once horas en un lugar cerrado desinfla el interés de muchos por ese techo que pone a salvo de la intemperie. No son los únicos motivos. «Muchos han tenido peleas dentro o les han desvalijado y no quieren ni oír hablar del asunto», explica Ángel, comprensivo.

Minutos más tarde es José Miguel Cenarro, de Okendo, quien entra en escena. Trabajó de soldador en La Naval construyendo barcos para la naviera Knutsen, pero «circunstancias de la vida» le lanzaron a la calle donde ha sobrevivido haciendo chapuzas. «Ya ni eso», dice asqueado mientras despotrica contra «los moros que se quedan la ropa de Cáritas y luego la venden en San Francisco. Un secreto a voces», proclama. La suya es una queja bastante recurrente en un campo de batalla donde cada grupo defiende su trinchera con ferocidad, siempre acompañada del latiguillo «¡y no soy racista!». No quiere saber nada de los cajeros, «una encerrona si entra cualquiera con malas intenciones».

«¿Por qué no comer jamón?»

En Zankoeta, Julián se enfurece cuando le sacan a colación los albergues, un recurso donde, dice, «no tratan igual a los nacionales que a los que vienen de fuera. Qué es eso de no comer jamón ni chorizo –brama–, o que les permitan montar un altar mirando a La Meca y cuando yo pongo a la Virgen de Begoña, me la quitan». A sólo unos metros de allí, Enrique Martín Ramos emerge de una montaña de cartones. La barba tupida parece arrancarle del gorro de lana con que se protege del frío. A su lado, 'Mar', un perro labrador de apetito voraz, mendiga una caricia. Su presencia plantea otro dilema, la imposibilidad de acceder a los albergues con animales, a menudo el único sostén emocional de estas personas y a los que se niegan a dejar solos.

El rosario de historias dramáticas no tiene fin. En Autonomía, el tayiko Suhrovb Saliev suspira por tres hijos a los que no ha podido enviar dinero «desde hace diecisiete meses». Acaba de denunciar a su jefe ante la Policía después de que le agrediera en Sondika, donde vivía en una autocaravana. O Ahmed, un kurdo que acaba de solicitar asilo y que pasa las noches al abrigo de la Universidad de Deusto. También es el caso de Patricio, el argentino que se arrebuja entre mantas en la Gran Vía. Llegó hace seis meses «con 2.500 euros en el bolsillo» y se los fundió jugando. O Vladimir, un rumano que ha encontrado refugio en un cajero de Laboral Kutxa en Pozas; las manos amoratadas le impiden acomodarse en el saco que los voluntarios de la DYA le han dado junto con el caldo de rigor. No habla ni una palabra de castellano, como Riad Masrour y sus tres amigos, todos argelinos, apretujados en el minúsculo habitáculo de un cajero del BBVA en la calle Tiboli. Huele a tigre que espanta.

En la entrada a Bilbao, Joseba Andoni, parece ajeno a todo lo que le rodea. Conoció la hospitalidad de Nanclares de la Oca durante 22 meses por un asunto de drogas y sabe de los peligros que encierra la noche para quien la afronta solo. Mientras hace acopio de las madalenas y zumos con que le agasaja Mónica, se abre camino con sus gruesas gafas por las páginas de 'La caída de los gigantes', de Follett. Ajeno al ruido, al frío. A la ironía.

«Para muchos, la dignidad importa más que un techo»

Pablo Ruiz Errea es coordinador técnico de Bizitegi, asociación que promueve la incorporación a la sociedad de las personas en situación grave de exclusión. La primera pregunta es obligada. ¿Por qué hay gente en la calle cuando existen recursos para que tengan esa necesidad cubierta? «Primero porque no los hay para todo el mundo, y también porque hay que cumplir requisitos, como llevar tres meses en Bilbao. A mucha gente, esos tres días no les resuelve nada, pero hay otros que vienen de paso y eso les basta». Pero hay más. «Cada persona es un mundo, aunque sospecho que si yo tuviera la desgracia de encontrarme en la calle, trataría de salir adelante por mis propios medios. Tener un techo es una necesidad, pero para muchos es también una cuestión de dignidad personal. Resignarse a depender de la caridad de los demás es para ellos la última salida».

Según el estudio 'Personas sin hogar de Bilbao' de la UPV, hay dos perfiles muy definidos:los que han sufrido un proceso de pérdida en la vida (empleo, situación económica, familia), la mayoría nacionales de cierta edad –50 años de media– y con un importante deterioro; y los que se están buscando la vida, por lo general jóvenes y extranjeros, «que si conocieran el idioma y tuvieran posibilidades de trabajar, saldrían adelante». Los hombres son mayoría en ambas categorías.

El Ayuntamiento de Bilbao es «de los más comprometidos», reconoce el coordinador de Bizitegi, pero la solución, si es que existe, «no puede venir sólo a través de políticas locales» o de la Diputación, que ensaya en la actualidad un albergue nocturno para gente en situación extrema que no se adapta a las normas de otros espacios asistenciales. Un desafío con claves que a menudo escapan a la lógica. Porque no son los tiempos de crisis los que arrojan más gente a la calle, sino los de recuperación económica por la promesa de un futuro mejor.

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