Cuando Bosnia llegó a Mundaka
El Piscolabis ·
«Se llama Muriza y sus lágrimas conocen la isla de Izaro»Jon Uriarte
Sábado, 18 de julio 2020, 02:10
-Asomándonos por la ventana vimos que estaban quemando las casas de los vecinos. Humo, fuego por todas partes y me digo, ya no hay ... marcha atrás-. Al escuchar el inicio de su relato volví a preguntar.-¿Es ella?-. Adrián Collado, el compañero que nos regala hoy esta historia, lo confirma. La conoce desde hace tiempo, han charlado durante horas y todavía se sorprende del perfecto castellano de Muriza. La mujer que llegó siendo una adolescente a Mundaka, dejando atrás el humo, el fuego y la muerte. Tres palabras que se resumen en una. Guerra.
Hace 25 años tuvo lugar la «Masacre de Srebrenica». Asesinaron a 8.000 personas. Trágica fecha, una más, de una guerra en la que personas que vivían una vida similar a la nuestra y se parecían a nosotros se mataban con la mayor crueldad imaginable. No era terrorismo, ni conflicto bélico. Era una guerra con mayúsculas. De hecho empezó años antes. Por eso es bueno saber qué fue de aquellas familias que huyeron y llegaron a nuestra tierra, con miedo a mirar atrás. Como Muriza Cokerovic. Vivía en una pequeña ciudad de Bosnia a 3 kilómetros de Serbia. Ella y su familia cruzaban la frontera todos los días para ir a la escuela o al trabajo. De hecho habla serbocroata. Eran conscientes de que entre las repúblicas de Yugoslavia existía un eterno y latente conflicto. Pero jamás imaginó vivir aquél 9 de mayo de 1992. Tenía 17 años. Y ese día el olor a humo no procedía de la casa de los vecinos. Era la suya. Con lo puesto y descalza, salió a la calle. Sintió unos pasos precipitados a sus espaldas. Pero no se giró. Estaba convencida de que su padre había sido asesinado. Que matarían a todos. Y siguió corriendo.
-Más tarde descubrimos que mi padre estaba vivo. Alguien, que quizá le conoció, le perdonó la vida. Le dieron un golpe en la nuca con un fusil, perdió el conocimiento y, cuando despertó, huyó. Otros no tuvieron tanta suerte. Separaban a las familias y mataban a los hombres-. El relato, pese a la dureza, fluye como una inocente anécdota infantil. Ayuda a ello su agradable voz de narradora acostumbrada a contar la tragedia sin adornos.-A lo largo de 1992 nos movimos por Serbia y por Macedonia, donde nos quedamos como refugiados hasta que nos mandaron fuera-. En ese plural están su padre y su madre, Fehim y Zejna, sus tres hermanos, una prima huérfana y un sobrino que había corrido la misma suerte. Muchos refugiados fueron enviados a Alemania y a Dinamarca. Descubrían su destino al leer en el aeropuerto la pegatina que les ponían sobre el pecho. En el de Muriza ponía un lugar del que jamás había oído hablar. Horas después aterrizaban en Foronda y de ahí a Urdaibai. Así, una parte de Bosnia llegaba a Mundaka. Muriza subraya el cariño de las autoridades y de los vecinos de la localidad. Se enamoraron al instante del lugar. Empezando por aquél mar que no tenían en su pueblo natal.
Lo que iba a ser una estancia de seis meses se convirtió en cuatro años y medio. Ahora vive en Chinchón. Otra hermosa tierra. Pero ha regresado muchas veces. La culpa la tiene su dispersa familia que apostó por Euskadi. Un hermano en Bakio, una hermana en Sollube y otros en Gorlitz, Bilbao o Vitoria. Pero Mundaka siempre será especial. Allí está la tienda Sabina donde trabajó y sus amigos de siempre.-Karmele, Maritere, Rosa, Josu, Kepa, Aurora...recuerdo que la hermana de Karmele insistía en que aprendiéramos euskera- rememora y ríe al subrayar que su idioma no es tan difícil. Aunque recuerda palabras de nuestra lengua ancestral como la que lleva su hija por nombre. Irati.-Es la que más se emociona cuando oye hablar de lo que nos pasó en la guerra. Denis pregunta menos. Quizá por eso los dos suelen decir que su madre es de Mundaka-. Lo cuenta con orgullo. Adora el lugar donde renació. Pero le preocupa el legado que dejan a las siguientes generaciones.-No quieren ir a Bosnia. Les llevamos a ver tumbas y a rememorar el horror. Y quiero que entiendan que nuestra tierra es muy hermosa. Que hay que ir a verla. A amarla-. Nos consta que está poniendo su grano de arena potenciándola como destino turístico. Quiere que quienes vayan allí sientan la vida y no la muerte. Y que el odio que permanece enquistado desaparezca. Cree que la clave está en no hurgar en las heridas del ayer. Esas nunca cicatrizarán. Lo sabe bien. Le dolieron y le siguen doliendo. Para explicarlo nos desvela un secreto.-Sentada en la atalaya, mirando hacia Izaro, me sentía culpable. Nos dejaban llamar a casa o a los campamentos de refugiados una vez por semana. Entonces comprendía que estaba en un lugar maravilloso mientras otros estaban en la guerra o habían muerto. Cuando iba a Santa Catalina y no me veían, lloraba-.
Las lágrimas del ayer son hoy un relato. Ese que jamás deberíamos olvidar. El que nos recuerda que el odio está en nosotros. Vive en el interior de los pueblos. Y, a veces, aflora. Muriza no odia. No merece la pena. Sabe que hiere por fuera y por dentro. Por eso disfruta de cada bocanada de vida de forma especial. Con sus hijos. Con su marido David. Emocionándose cada atardecer en Chinchón cuando ve al sol esconderse tras la vieja iglesia. Aunque nunca le abandonará aquella amarga sensación de culpa. La que sentía en Mundaka cuando, desde su atalaya, derramaba lágrimas por quienes nunca podrán sentarse a su lado y ver aquél mar.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión