Aquellos 'hooligans' del Mundial 82 en Bilbao: buenos chicos, pero tampoco tanto
Entonces la capital vizcaína también recibió a miles y miles de ingleses: «La gente no sabe lo que se le viene encima», avisaba preocupado el cónsul
Es rara esa sensación de que Bilbao vaya a recibir una avalancha de miles y miles de ingleses, que ocuparán nuestras calles, arrasarán las existencias ... de nuestros bares y trastocarán nuestras rutinas. Se trata de una sensación rara, en efecto, pero no nueva: estos días previos a la final de la Europa League recuerdan poderosamente al arranque de junio de 1982, cuando la capital vizcaína se preparaba –entre temores y dudas– para su papel como una de las sedes de la primera fase del Mundial de fútbol. Todo el mundo estaba pendiente entonces de la llegada de unos cuantos checos y kuwaitíes, de una cantidad manejable de franceses y, sí, de miles y miles de ingleses, ya que la selección de Kevin Keegan y compañía jugaba en San Mamés sus tres partidos, mientras que el calendario de las otras tres se repartía con Valladolid. Eran los tiempos en los que todo el mundo había aprendido a manejar con soltura un sonoro vocablo inglés: venían los 'hooligans', y la inquietud era similar a la que siglos antes habría provocado el anuncio de una incursión vikinga por El Abra.
Aquel era un Bilbao muy diferente del actual, una ciudad industrial que todavía no se había sacudido el gris de las fachadas, la ría y el aire. No había costumbre de cruzarse con turistas extranjeros –ni nacionales, en realidad– y a ningún agente de viajes en sus cabales se le habría ocurrido proponerla como destino para unas vacaciones. Pero el fútbol obra esos prodigios, o esos sinsentidos, y estaba al caer una primera tacada de 10.000 ingleses. Hoy nos asustan un poco los 80.000 del miércoles, pero quizá impactasen todavía más los 10.000 de entonces, en una ciudad inexperta que rondaba las 2.800 plazas hoteleras. 'Miles de hinchas ingleses deambularán peligrosamente por los bares de Bilbao', titulaba el periodista Antxon Urrosolo su sarcástica crónica previa para este periódico, en un tono que compartía el mismísimo cónsul británico, Edward Warret: «La gente de aquí, de Bilbao, no sabe lo que se le viene encima. El cielo sabe lo que pensarán de nosotros una vez que todo haya acabado», temblaba, más sincero que diplomático.

Curiosamente, el miedo era recíproco. O, al menos, la prensa de allá también hizo lo suyo por alentar cierta prevención. El premio gordo se lo llevó un sospechoso habitual, 'The Sun', que rebautizó Bilbao como 'City of Hate', la ciudad del odio. «Sus corresponsales intentaron desesperadamente, y de manera no particularmente exitosa, argumentar que Inglaterra se dirigía a una vorágine de sentimiento antibritánico. Se quejaban de que un anciano había escupido en la calle cerca de ellos, de que el servicio en los bares y restaurantes era 'o fríamente educado o totalmente desdeñoso', y vieron alguna pintada que acusaba a los ingleses de colonialismo», recoge el periodista Jonathan Wilson en su libro 'The Anatomy of England'. Aquel texto del tabloide mereció una respuesta rápida de otros diarios en la que apuntaban que, más que 'City of Hate', Bilbao merecía ser llamada 'City of Hake', la ciudad de la merluza, pero las demás cabeceras tampoco hicieron mucho por serenar los ánimos: el 'Daily Telegraph' alertaba a sus lectores de que «la Policía de Bilbao» no se andaba con delicadezas. «Ser una molestia en Bilbao no es recomendable», sentenciaba.
«Con el torso al aire y tatuados, los hinchas deambulan por la ciudad, especialmente su hermoso barrio histórico, en grupos amenazadores», describió otra crónica, especialmente significativa porque no la firmaba algún pacato vizcaíno, sino Brian Glanville, uno de los grandes del periodismo deportivo británico. Y Jackie Charlton, un exinternacional que comentaba los partidos para la ITV, no las tenía todas consigo: «A pesar de la mala fama que arrastramos por todas las partes, confío y cruzo los dedos por que los hinchas ingleses se comporten bien. Pero no sé, no estamos acostumbrados a beber tanto vino, tanto brandy», declaró a EL CORREO. La población local contemplaba con aparatoso estupor –y con tremenda curiosidad, claro– a aquellos bárbaros del norte que, en plena ola de calor, andaban más desnudos que vestidos y se bañaban en las fuentes públicas hasta que los municipales los largaban a porrazos. Los tatuajes, quién lo diría hoy, llamaban muchísimo la atención.
Peleas y un apuñalamiento
¿Hubo lío? Por supuesto, unos cuantos. En El Arenal, una cuadrilla británica se mosqueó con un revendedor de entradas y desencadenó «una batalla campal» que acabó con una puerta del Arriaga rota. En el Casco Viejo, la «actitud provocativa» de unos hinchas ingleses dio lugar a una reyerta con una docena de detenidos. Y un tal Andrew pasó unos cuantos días en la cárcel de Basauri por un apuñalamiento, aunque al final lo soltaron por falta de pruebas. También hubo ingleses que se quejaron de que les habían insultado por la guerra de las Malvinas. La onda expansiva afectó a Gipuzkoa, con dos episodios distintos de destrozos en la discoteca donostiarra KU, un buen surtido de semáforos dañados y una pelea con seis heridos en el Beraetxe de Zarautz.

Pero, después de tantos días imaginando horrores sin nombre, pareció poca cosa: 'Los hinchas ingleses fueron buenos chicos', acabó titulando este diario, que recogió imprevistos episodios de hermanamiento. El más llamativo fue el partido que enfrentó en Fadura a «la selección de Algorta» y a un equipo de ingleses, de los doscientos que habían plantado sus tiendas en las campas de Aixerrota, habilitadas por el Ayuntamiento de Getxo para ese fin. Empataron a uno, pero los locales regalaron a los visitantes una copa: no consta si los británicos se apresuraron a llenarla de kalimotxo, una delicia que habían descubierto durante su estancia en la localidad. El cámping de Sopela, recién inaugurado, alojaba a otros 150 ingleses, que asombraban día a día al director del recinto por su ingesta etílica: «Tienen un aguante fuera de lo común. No sé por qué, pero están convencidos de que les cobramos más caro que a los franceses».
Aquellas diez jornadas de 1982 sirvieron como torpe ensayo del Bilbao del futuro, de nuestro presente. Con un balance final de 30.000 visitantes, fueron una comprobación informal de que la villa podía valer para esas cosas. La modernidad irrumpió de múltiples maneras: la prensa explicaba que una novedosa 'uvimóvil' con desfibrilador se apostaría en las inmediaciones de San Mamés, Telefónica instaló varias terminales de videotex –un sistema previo a internet que no llegaría a cuajar– y el aeropuerto de Sondika batió todos sus récords. Eso sí, el maná del evento futbolero dio para mucho menos de lo esperado: aparte de trasegar todas las cervezas del mundo, los muchachotes británicos gastaron poco y «se marcharon sin hacer turismo».
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