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«Con 14 años mi hijo me dio el primer puñetazo. Con 16 le denuncié»

El año pasado se abrieron casi 4.500 expedientes a menores por agredir física o psicológicamente a sus padres. Una madre relata el «horror» vivido en casa con su hijo adolescente

Martes, 9 de diciembre 2025, 00:05

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Un niño de 11 años es raro que robe, pero sí puede pegar a sus padres, muy probablemente a su madre, aunque ella callará: «Qué vergüenza, qué escarnio, cómo voy a contar por ahí que el niño me insulta, que me empuja…». Puede que incluso le cueste darse cuenta de que eso es violencia porque quien la ejerce mide un metro treinta: «Es un niño rebelde, nos llevamos mal…».

Cualquier excusa es más fácil que reconocer la violencia en casa. Por eso, a las estadísticas de la Fiscalía General del Estado solo llegan el 15% de los casos de violencia filio-parental, que así se llama la que ejercen los hijos sobre sus padres. En 2024 se abrieron 4.425 expedientes por esta causa, nueve más que el año anterior. En el encabezado de uno de esos expedientes figura el nombre de Ander. Con 14 años le pegó a su madre por primera vez. Laura (nombre ficticio), valenciana y residente en Bilbao de 48 años, le denunció a los 16.

La escalada de violencia

Nota del día

Siempre fue un niño un poco problemático, interrumpía en clase, nos llamaban del colegio, era rebelde. No era algo muy exagerado pero nos costaba manejarlo. Antes de la adolescencia sufrió bullying. Eso no es justificación, pero en su caso sí ha sido un ‘añadido’. Pese a ser un chaval difícil, a la vez era cariñoso, siempre estaba conmigo, lo que yo decía siempre era importante… Hasta que, con 14 años, me pegó tal golpe en la espalda que me dejó sin respiración

«Tu hijo no te pega de la noche a la mañana». Jon Zabal Larrea es psicólogo del Proyecto Conviviendo de la Fundación Amigó, que trabaja con personas excluidas y vulnerables, especialmente niños y adolescentes. Actualmente lleva a diecisiete familias y explica que la violencia de hijos a padres no empieza de repente, sino que tiene forma de escalada. «Con 10 u 11 años suelen empezar con rabietas e insultos del tipo 'no sirves para nada', 'no te quiero'. Luego llegan los golpes a las puertas y a los armarios, rompen fotos familiares, una figura que trajeron sus padres de un viaje, el bolso favorito de su madre, la televisión, la mesa, a veces rayan el coche... Otros roban dinero o chantajean a sus padres. Le quitan el móvil a la madre y le dicen que no se lo darán hasta que les deje salir de fiesta y regresen de madrugada o le cogen en un descuido los papeles que su padre, que es autónomo, tiene que entregar a la Seguridad Social y se los van devolviendo en tres veces a medida que consiguen lo que quieren: el móvil que le habían confiscado, que le retiren el castigo de no ver la tele, que le dejen volver más tarde…».

EL DATO

  • El 55% de chicos y el 45% de las chicas han ejercido la violencia filio-parental. Hace diez años los porcentajes eran del 70% y 30%

Aunque el salto, al menos el 'salto' que los padres ven, se produce cuando llega la violencia física contra ellos. «Muchas familias no se dan cuenta de que la violencia emocional (chantajes, insultos, fugarse de casa) o la económica (robarles dinero, meterles en gastos…) también es violencia. No lo ven hasta que les pegan», explica Daniel Ortega Ortigoza, educador social, doctor en Educación y Sociedad por la Universidad de Barcelona y miembro de Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental (SEVIFIP). «Llega un momento en que los progenitores les castigan sin salir pero se tienen que poner delante de la puerta de casa para impedirles que se marchen. Entonces la escalada aumenta y llega la violencia física: empujones, golpes…». Y más. «No es lo habitual pero hay chavales que llegan a amenazar a sus padres con un cuchillo», añade Jon Zabal.

La influencia de las adicciones

Nota del día

Con 13 años empezó a beber y a fumar porros. Su padre y yo nos habíamos separado hacía unos años y él en su casa no le puso normas. Yo sí, y se volvió contra mí. Le decía: ‘Recoge el cuarto’, ‘deja de contestar’, ‘dame el móvil’... y Ander respondía con gritos e insultos - ‘hija de puta’, ‘zorra’-”, escupitajos, tirones de pelo… Ha roto puertas, platos, el telefonillo. Los viernes se marchaba de fiesta y regresaba el domingo, dos días sin saber de él. Se pasó un año entero saliendo de fiesta y durmiendo, dejó de estudiar

Entre los chavales que pegan a sus padres hay entre un 25% y un 40% que sufre trastorno mental, según los cálculos de SEVIFIC, organización creada en 2013. Otros tienen un consumo problemático de drogas o alcohol o un uso problemático del móvil, un factor de riesgo creciente: «La adicción a las redes sociales cada vez tiene más influencia en los casos de violencia filio-parental. Los padres suelen castigar a sus hijos sin el móvil y eso que a los adultos nos puede parecer que no es para tanto para un adolescente es un mundo», advierte Jon Zabal.

LA EDAD

  • El paso de los 15 a los 16 es la edad de mayor prevalencia de la violencia filio-parental

Pero a la Fundación Amigó también llegan chavales a los que no les pasa ni una cosa ni otra ni la tercera. «Sacan buenas notas en el colegio y sus padres son maestros, policías, incluso psicólogos». ¿Qué ha pasado entonces? «Si dejamos de poner el foco solo en el chico y 'rascamos' un poco afloran cosas: el niño (o la niña) ha crecido en un entorno familiar muy autoritario en los que sus padres incluso le han menospreciado. O han sido tan sobreprotectores que no les dejaban ni salir y, claro, cuando llega la adolescencia, eso estalla. Muchísimas veces lo que sucede es todo lo contrario, se han criado en un modelo educativo liberal negligente sin límites ni normas. O han tenido lo que llamamos padre o madre 'ausente', que nunca iba a verles a los partidos de fútbol ni acudía a las reuniones con la profesora», enumera esas razones subyacentes Diego Ortega. En ocasiones, añade Jon Zabal, «los padres se han divorciado y el niño no ha sabido aceptar la separación o se produce una 'triangulación': dos miembros de la familia se 'alían' contra el otro, por ejemplo el padre y el hijo contra la madre, la madre y su hermano contra el padre… lo que genera una relación familiar tóxica».

La gravedad del episodio

Nota del día

Mi hijo tiene fijación conmigo y en una ocasión me llegó a sacar un cuchillo. No sé si se habría atrevido a clavármelo… No mide lo que hace y yo he pasado mucho miedo

Que un caso tenga una resolución positiva depende de la gravedad de los episodios de violencia, explica Jon Zabal. «Cuando no hablamos de lesiones graves, normalmente el chaval, tras hacerlo, se frustra, siente culpa, busca un espacio seguro (su habitación, la casa de sus tíos…) donde aislarse. A veces, escucha música para intentar calmar el volcán emocional que le desborda. Cuando consigue calmarse suele asomar el remordimiento, se arrepiente e incluso se disculpa». Buena señal. «El remordimiento tiene un papel crucial porque significa que el chaval reconoce que su comportamiento ha causado daño y está dispuesto a asumir la responsabilidad. Eso le permitirá pedir perdón y avanzar para no repetir esa conducta».

Pero cuando el episodio es muy grave y hay lesiones graves o recurrentes, «los agresores tienden a normalizar su comportamiento, minimizan el episodio, lo justifican incluso. Sufren lo que en psicología se llama 'desconexión moral' y eso impide la reflexión. Sucede también cuando el chaval se ha criado en un ambiente familiar en el que la violencia es una forma aprendida de relacionarse. Eso perpetúa el ciclo de violencia y dificulta el proceso».

La negación de los padres

Nota del día

Tengo otra hija, dos años menor. Y no tienen nada que ver. Ander nunca ha arremetido contra ella más allá de las típicas discusiones de entre hermanos, aunque ahora no se hablan. Yo con mi hija tengo una relación muy buena. Es estudiosa, tiene pareja… La pobre se ha hecho mayor antes de tiempo

Que los chavales nieguen inicialmente la violencia no sorprende. Que lo hagan los padres, sí. «'Mi hijo me encierra en el baño y no me deja salir', te cuentan algunas familias. Pero se niegan a llamarlo violencia, se resisten a ponerle ese nombre porque eso les encasilla y les sitúa en un contexto en el que no se quieren ver». Explica Jon Zabal que esa negación no es más que un mecanismo de defensa. «Se protegen porque sienten vergüenza. Muchos se consideran buenos padres y madres y creen que, si admiten que su hijo les pega, eso automáticamente les convierte en malos padres. Llegan a esa errónea conclusión y les hace daño, por eso buscan motivos externos y les cuesta ver los internos. Es como cuando uno dice: 'A mi hijo le va mal en el colegio porque es muy listo'».

El difícil camino a comisaría

Nota del día

Un día empezó a darme patadas en plena calle y dije: ‘Hasta aquí’. Me fui a la comisaría. Cuando dices que quieres denunciar a tu hijo de 16 años es horrible, aunque los agentes me trataron muy bien. A Ander no le dije que le había denunciado, pero le llamaron al día siguiente para ir a declarar. Estuvo en un centro de internamiento algo más de un año, pero al salir fue aún peor. Ahora mismo está más tranquilo, trabaja y parece que está un poco centrado, pero sigue teniendo estallidos de violencia contra mí. Es fácil decir: ‘Échale de casa’, pero ¿con quién va a vivir?

«Estos problemas no se curan como una gripe. Cuando hacemos una intervención con la familia se suele alargar un año o un año y medio», explica Jon Zabal. A la Fundación Amigó llegan padres desesperados. La mayoría es la primera vez que lo cuenta. Unos pocos, lo han relatado antes en comisaría. «Cuando tu hijo te maltrata puedes denunciarlo ante la Policía», señala el punto de partida Daniel Ortega. Pero advierte de un «vacío»: «Cuando el chaval es menor de 14 años, aunque sus padres vayan a comisaría y pongan una denuncia, tendrán que llevárselo de nuevo a casa, con el añadido de que el hijo pensará: 'Tú eres el cabrón que me ha denunciado, ahora te vas a enterar'. Con los menores de 14 hay un vacío de respuesta y dependerá de su voluntad que vayan a terapia».

EL TIEMPO

  • Un año y medio y hasta dos años es el tiempo medio que tardan los padres en denunciar a sus hijos

El panorama cambia cuando hablamos de adolescentes de entre 14 y 18 años. Explica el educador que cuando un padre o una madre denuncia a su hijo, esa denuncia se traslada a la Fiscalía. «Si ve indicios de delito o si la propia Policía ha sido testigo de la agresión puede ordenarse la detención del menor, que pasaría a las dependencias de custodia de la Fiscalía, donde puede permanecer hasta cuarenta y ocho horas». Después de eso, y dependiendo de la gravedad del episodio, la Fiscalía puede decretar alejamiento y enviar al agresor menor a un centro de violencia filio-parental. «Es una buena solución porque acuden a dormir y siguen haciendo su vida normal. El problema es que no todas las comunidades tienen centros así», advierte Ortega. En última instancia, y si el caso es muy grave, la Fiscalía podría ordenar el ingreso del menor en un centro cerrado, «una solución que no suele ser buena porque allí conviven con adolescentes con problemáticas muy grandes». La Fiscalía dicta el tiempo que el menor debe permanecer en el centro (un año, año y medio) y, si lo considera, el tiempo de libertad vigilada (meses, un año…) tras salir del centro. «Durante ese tiempo un técnico supervisa la vida del chaval, habla con la profesora, con sus padres…», señala Daniel Ortega, que ha ejercido esta labor durante años.

Cuando son mayores de edad la denuncia se complica aún más. «En ese caso lo que le espera al chaval es la cárcel. Por eso, muchos padres aguantan el maltrato o retiran la denuncia». En ambos casos habrán permitido «que la violencia se instale». Y entonces «ya no habrá final feliz para la familia».

Sobre la reincidencia en este tipo de violencia, el experto reconoce que «no hay muchos estudios aún, pero cuando el menor presenta patología mental o consumo de tóxicos el grado de reincidencia es alto».

«Si el niño te da una patada no hay que decir: 'Ya se le pasará'»

«Que un chaval de 7 años le dé una patada a su padre es llamativo pero no es suficiente para valorar si nos hallamos ante una problemática o no», advierte el psicólogo Jon Zabal. En todo caso, lo que no hay que hacer -advierte el educador social Daniel Ortega-, «es pasar por alto el episodio, pensando 'ya se le pasará', porque corremos el riesgo de normalizar e interiorizar los insultos y los golpes». La receta de los expertos es la prevención. «La educación emocional es fundamental porque si yo crío un hijo o una hija empáticos es más difícil que causen dolor». Y la empatía, advierte, no se trabaja cuando te da la patada. Entonces es tarde.

«Tenemos que ayudarles a gestionar las emociones. Si una amiga les deja de lado, les preguntamos cómo se sienten, si les acompañamos al partido de baloncesto no estamos mirando el móvil, sino atentos y le felicitamos cuando acabe: 'Qué bien has jugado'». Los propios adultos, señala Ortega, tenemos que predicar con el ejemplo. «A veces, por querer protegerlos no les contamos que nos sentimos mal y eso es un error. No pasa nada por decirles: 'He tenido un mal día en la oficina y estoy enfadada' o incluso llorar. Hay que poner nombre y apellidos a las emociones». E identificarlas en nuestros hijos, alerta Jon Zabal. «Aunque la depresión en un adulto cursa con tristeza, en los adolescentes suele tornarse agresividad».

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