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Técnicos revisan en la galería diáfana los planos y lecturas de los sensores.

En las entrañas del puente Rontegi

Son los 655 metros más transitados de la red viaria vizcaína. Las galerías que discurren bajo el doble tablero del viaducto son un laboratorio que registra cualquier inclinación, tensado o fisura. La grieta mayor no supera los 0,3 mm

Sergio García

Domingo, 11 de junio 2017, 00:59

Es un mastodonte de decenas de miles de toneladas, esculpido en hormigón y con vida propia. Y no sólo por los 135.000 vehículos que lo atraviesan a diario, el 8% transportes pesados que hacen temblar las juntas de dilatación con un golpe seco, brutal; una sacudida que estremece a 46 metros de altura sobre la ría. Las galerías que discurren bajo cada uno de los tableros y que se extienden sobre la lámina de agua, las vías del tren, el metro y zonas edificadas es una suerte de laboratorio donde cada quince minutos se pulsa el estado de salud del viaducto. No es para menos: un estornudo del gigante pondría en jaque todo el sistema de comunicaciones viarias del territorio, que tiene en este punto su centro neurálgico.

Dicen quienes se deslizan por sus entrañas que el puente de Rontegi goza de buena salud. Y no es una apreciación gratuita: ninguna de las fisuras que recorren las paredes de hormigón supera los 0,3 mm. Según los expertos consultados, la arruga es bella y si fuera una persona no habría motivo para temer por su salud. EL CORREO ha visitado el interior de la estructura, una sucesión de cajones diáfanos donde reina la oscuridad y el silencio, y los sensores hacen su trabajo con precisión milimétrica. Nada queda a la improvisación.

Drenajes y rodadura

Rontegi es uno de los cuatro viaductos de Bizkaia que están monitorizados (los otros son el de Rekalde, el que sobrevuela el río Cadagua y el de Pradera, en la A-8 antes de entrar al túnel de Malmasin). Víctor García es director técnico de Teknes, la ingeniería de estructuras que trabaja para la Diputación. Se encarama al estribo del puente en el lado de Erandio, sorteando la tubería del Consorcio de Aguas que se sirve del viaducto para salvar la ría y unir ambas márgenes del Gran Bilbao. Él abre el camino.

Los controles, aunque discretos, están ahí, en la misma boca de la galería. El primer sensor con el que tropieza es un extensómetro, que mide desplazamientos en los estribos, donde se sitúan las primeras juntas de dilatación. El puente es el segundo más grande de los 931 que cosen el territorio de Bizkaia el de Trapagaran, en la Supersur, le saca 15 metros, de cuyo mantenimiento se encarga la Administración foral. Sobre esta estructura se realizan labores de inventario e inspección, algo así como la auscultación a la que se somete a un paciente para determinar la necesidad de actuar y adoptar medidas que garanticen su salud.

A la revisión de las ya citadas juntas de dilatación se suman los drenajes, la superficie de rodadura y el estado general del viaducto, que ralentizan su deterioro y aseguran su funcionalidad. El puente está construido con una técnica que combina el hormigón armado empleado en las pilas un total de 12, seis por cada sentido de circulación y el hormigón pretensado, empleado en los tableros y que contiene acero estirado para comprimir mejor ese material hecho de cemento, arena, agua y grava.

«Si no está roto, no funciona»

En cuanto entramos en la galería descubrimos un sinfín de mensajes escritos en la pared. Señalan grietas minúsculas, casi imperceptibles; como jeroglíficos ininteligibles para los no iniciados. «Es normal que haya fisuras, todos los puentes de hormigón las tienen», explica José Antonio Cano, jefe de Operaciones de la UTE Aubide, la responsable de la conservación integral de puentes, túneles y taludes del Bilbao metropolitano. «Todo lo divertido», desliza con sorna.

«El hormigón tiene una capacidad de resistencia muy alta, pero si lo estiras, romperlo resulta muy fácil explica. Cuando se fisura, el acero que lleva embutido comparte el esfuerzo y la estructura se asienta, necesitan el uno del otro. En otras palabras, si no está «roto, no funciona». Lo corrobora Felipe Cobo, jefe del servicio foral de conservación de carreteras. «En una vivienda, una grieta representa un problema, mientras que en una estructura de esta envergadura es algo perfectamente normal, siempre y cuando no se salga de madre». De su vigilancia constante se encargan los fisurómetros, una especie de testigo colocado en la pared para controlar que la grieta no va a más, y que envía mediciones a un centro de control cada 15 minutos.

Conforme se avanza hacia el centro del vano que salva la ría se suceden filas de escalones de 16 metros, el ancho de la galería. Testimonian el trabajo hercúleo de tensar los cables que arman el tablero, esa 'T' que parte a ambos lados de cada pila en busca de su vecina, y que da como resultado final un puente de siete vanos de distinta longitud por tablero. Las pilas, esas columnas mastodónticas que sostienen el puente, reservan otra sorpresa. Son huecas y están montadas sobre vigas de la antigua AHV, que el gigante metalúrgico firmaba como hacían esos canteros del Medievo con los sillares de palacios y catedrales.

Su interior está dotado de clinómetros, otro sensor empleado no ya para medir milímetros, sino giros y ángulos. «El puente es un ser vivo explica Víctor García. Las estructuras como esta sufren movimientos inapreciables para el ojo humano, pero que están ahí». ¿El motivo? Su propio peso, el viento y, lo que es más importante, a causa de las temperaturas. También las cargas de tráfico dejan huella. «Cuando un transporte especial de 500 toneladas cruza Rontegi se nota en las fisuras, aunque estas se midan en décimas de milímetro».

«No es para toda la vida»

Rontegi fue inaugurado en 1983, cuatro años después de que finalizaran las obras. Hubo que llevar los accesos a uno y otro lado para que la estructura fuera funcional. No hace ni 34 años de aquello, pero resulta difícil imaginar una red de carreteras en la que no esté presente el puente. «Goza de buena salud dice Felipe Cobos, pero hay que intervenir para que no sucumba al deterioro derivado del uso constante y las condiciones meteorológicas». Sabe de lo que habla, quizá porque la conservación integral de las carreteras forales absorbe 46 de los 53,5 millones que destina este año el Departamento de Transportes a la gestión de la red viaria. «Los puentes se proyectan con una vida útil de cien años y la Diputación tiene a su cargo 931, de los que 540 tienen una longitud de más de 15 metros. Todos sometidos a inspecciones, aunque por supuesto no de la misma intensidad».

La última actuación integral tuvo lugar en 2009-2010, desde la sustitución de las barreras de protección y la imposta (saliente), la rehabilitación de bordes y la sustitución de sumideros y juntas de dilatación, hasta la colocación de pantallas acústicas y actualización de la instalación eléctrica. Pero las labores de conservación se suceden cada seis meses para que este gigante de 655 metros el tablero sur tiene 20 menos no pierda su lozanía. Dispone de cuatro carriles por sentido, lo que no impide que sea una de las áreas más congestionadas de Bizkaia. «Si hubiera que cerrarlo, el metro y el Puente Colgante harían una buena caja», bromea Víctor. Y añade Felipe: «Un puente no es para toda la vida, pero hay que actuar periódicamente si queremos que dure».

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En las entrañas del puente Rontegi