Peligro: fútbol
Sorpresa formidable. Resultó que también había fútbol. Buen fútbol. Por supuesto intensidad y coraje, faltaría más. Y fe. Bravura, valentía, empuje, garra, corazón, espíritu de ... combate y todos los tópicos adheridos al Athletic de toda la vida como una segunda piel. Carácter. Cierto. Pero además fútbol. a eliminación previa del Real Madrid en la semifinal no había sido un milagro ni el golpe de suerte que de vez en cuando acompaña al cambio de entrenador. En la final frente al Barcelona no faltó ninguno de los ingredientes que sobresalen en la imagen de marca del Athletic. Ninguno. Pero de nuevo ocurrió que el equipo se pareció mucho a una orquesta bien afinada en la que cada músico domina su instrumento, conoce la partitura y la interpreta con precisión, plenamente consciente de que no toca solo, atento a la batuta del director y concentrado hasta el último segundo del último minuto.
Nada que ver con el correcalles desorientado de muchos partidos de esta misma temporada, sin extravíos tácticos ni repentinos cortocircuitos o inexplicables desplomes de tensión. Ni pereza ni galbana. De nuevo la presión inteligente para secar las fuentes futbolísticas del rival y cerrar a cal y canto los pasillos por los que se desenvuelve con más comodidad. Salvo el de Jordi Alba en la final. Pases entre líneas como el que propició el empate a uno, estrategia a balón parado, desmarques al espacio, toques rápidos, velocidad en las transiciones, ambición y compromiso, autoridad con el balón, responsabilidad y solidaridad en la defensa y en la recuperación. Control.
Por supuesto un estado de ánimo. Templanza y determinación para reaccionar al instante ante cualquier revés y levantarse después del primer gol en contra. Y del segundo. Y de la anulación de un golazo por un fuera de juego milimétrico desvelado por el VAR. La confianza en sí mismos y la convicción que distingue a los equipos que nunca se rinden, a los grandes de toda la vida, los que jamás bajan los brazos. Los que simplemente creen. Ganen o pierdan. Pero sin dejar de creer. Pura genética. Cuestión de ADN.
El entrenador, claro. No hay milagros. Marcelino llegó, vio y venció. No partía de cero y ni él ni los jugadores olvidaron a Garitano después de eliminar al Real Madrid y al proclamarse campeones. Justo y merecido. La elegancia de los equipos grandes, no forzosamente los más ricos o más poderosos. Pero el Athletic fue distinto.
Una escuadra bien instruida desde el banquillo, pocas recomendaciones y muy claras, contagiada de la audacia y el atrevimiento del técnico, convencidos sus componentes de la perogrullada que advierte que sí, que es posible avanzar muy deprisa en solitario, pero sin llegar muy lejos. Para superar tus propios límites, por ejemplo si sueñas con la Supercopa, es mejor aceptar el desafío acompañado. En cualquier circunstancia, pero si encima te esperan el Real Madrid y el Barcelona y has perdido 9 de los 18 partidos de la temporada y empatado otros 3, más te vale rezar o mucho mejor idea, encomendarte a la fuerza del equipo. Marcelino incluido. El alma de siempre y el plan del míster. El análisis del rival y las fórmulas para atacar sus fortalezas y aprovechar sus debilidades.
Total, que más allá del orgullo y el ardor guerrero, más allá del arrojo y del heroísmo, más allá de la invocaciones a las glorias del pasado, hay mucho y buen fútbol en la cabeza y en las piernas de Williams, Muniain, De Marcos, Balenziaga, Raúl García, Yeray, Capa, Vencedor, Dani, Iñigo Martínez, Villalibre… y compañía.
Este Athletic no es el mismo que llegó a Sevilla a disputar la Supercopa. Lo saben el Getafe y todos los rivales de la segunda vuelta de la Liga y lo sabe la Real Sociedad, el otro finalista de la aplazada final de la Copa del Rey 2020. El Athletic vuelve a ser un peligro, un rival a considerar. Mucho fútbol.
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