¡Aita, hemos ganado la Copa!
Llevo 40 años escribiendo esta promesa. Hasta ayer no pude cumplirla. Seguí creyendo que sería posible. Anoche lo fue. Por eso caían tantas lágrimas. Muchos ya no estáis, pero os sentimos cerca
Llevo 40 años escribiendo esta promesa. La desvelé en este periódico en 2009, semanas antes de la final de Copa en Valencia. No pude cumplirla. ... Tampoco en las que llegaron después. Pero seguí creyendo que un día sería posible.
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Ayer lo fue. Aita, hemos ganado la Copa. Lo hemos hecho en Sevilla, demostrando que el Athletic no es un equipo. Es una religión. Con sus fieles que creíamos en una quimera que otros, hace mucho, habrían abandonado. Llevamos esperando desde 1984. Por eso anoche caían tantas lágrimas en rojo y blanco. Por los 40 años. Y por las ausencias. Muchos ya no estáis, pero volvimos a sentiros cerca. Mucho antes de arrancar el partido. En cada aliento al equipo, en cada aplauso cerrado, en cada grito abierto. Por eso ganamos. En ese campo estábamos todos. El Athletic. O, lo que es lo mismo, la familia.
Confieso que cuando escribí 'La Promesa' estaba castaña. O al menos perfumado. Trabajaba en Madrid y me vine a Bilbao con Ramontxu García. Viaje relámpago para ver al Athletic en cuartos de final frente al Sporting. Empate a cero. Quedaba la vuelta en el Molinón y nadie daba un céntimo. Demasiados años sin llegar a una final. Pero esa noche, en la habitación 313 del Hotel Carlton, puse en negro sobre blanco una vieja promesa. La que hice ante tu tumba. Que no volvería a aquél cementerio si no era para contarte que habíamos levantado de nuevo la Copa y para cantar juntos el himno del Athletic. No pudo ser en el 85, cuando nos pitaron un penalti inventado, ni después. Pero siempre insistías en que todo llega. Tenías razón.
Por eso también lloré ayer. Estuve a punto de no ir a Sevilla. Los años pesan y las decepciones más. Pero la familia tira. Lo sabes. Así que allí estábamos tus hijos. Dos chicos y una niña que dejaste siendo adolescentes y ella un bebé. Ayer regresaron, de golpe, a 1984. Como si el tiempo no hubiera pasado. Abracé a mi hermano y a tu nieta mientras, con ojos desbordados, miraba al césped y al cielo hasta que se convirtieron en uno. Luego imaginé a tu hija, a tu nieto y al resto haciendo lo mismo en otros rincones del estadio. Y a los que se quedaron fuera o en casa, como ama, con la cabeza puesta en La Cartuja. Entonces me vacié. Siempre me sucede cuando ganamos un partido importante. Acabo agotado. Como si hubiese jugado en el verde con el equipo. Sobre todo emocionalmente. Más allá del pitido final, lo recuerdo todo en una nube. Una especie de alucinación de la que no podía ni quería salir. No era el único. Athleticzales de todas las edades llevaban esa sonrisa que define la felicidad. Ya llegarán días malos y tristes. En lo personal y en lo colectivo.
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Pero nadie podrá quitarnos esa noche. Sobre todo a quienes lo vivieron por vez primera. Un bautismo de gloria para las nuevas generaciones que jamás olvidarán. Ya no es un relato contado por los mayores. Lo han sentido en sus carnes. Tú, aita, lo hiciste en su día. Y también sufriste amargas derrotas. No hay equipo que acepte perder tanto y tan bien. Pero nos advertías de que es igual de importante saber ganar. Por eso sentí una empatía absoluta hacia la afición del Mallorca. Me veía reflejado en su desolación. Y les trasladé tu mensaje. Que no tiren la toalla. Que David puede ganar a Goliat. Y que a veces es mejor vencer menos para ganar más.
Mientras se publican estas líneas estamos haciendo el petate. El lunes toca trabajar y son nueve horas por carretera. Pero ha merecido la pena. La sonrisa no se va. Sigue dibujada con la pintura de un sentimiento imposible de borrar. Aún así estamos deseando llegar a casa. No solo por el recibimiento, que apunta a ser apoteósico. También porque podré cumplir la vieja promesa. La de ir de nuevo al cementerio para contarte que hemos vuelto a ganar la Copa. Y para cantar orgullosos ante tu tumba, juntos y en familia, el himno de del Athletic, de nuestro Athletic.
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