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Alo largo de la temporada, mientras en nuestras crónicas y artículos los periodistas íbamos esparciendo estadísticas del Athletic, he llegado a tener la sensación de ... que no éramos del todo conscientes de la importancia que tenían algunos de esos datos, de su significado real y su valor histórico. Es algo que no he dejado de sentir y que sigo sintiendo ahora mismo cuando escribo, por ejemplo, que el equipo de Valverde es el que menos goles encaja de todas las grandes ligas europeas, que junto al Barça campeón de Flick es el que menos partidos ha perdido en este campeonato (5), o que llegó a estar dieciséis partidos de Liga consecutivos sin perder, entre la jornada décima y la vigesimoquinta.
Debe ser cuestión de que nos acostumbramos con mucha facilidad a lo extraordinario, de que tenemos una capacidad innata para metabolizar lo excepcional e incorporarlo a la normalidad. Sea como fuere, si queremos ser justos no podemos perder la perspectiva: el Athletic ha hecho esta temporada algo muy grande, algo a lo que cuesta mucho encontrar precedentes. Me refiero a su extraordinaria solidez, a su capacidad para ser competitivo incluso jugando mal. Este es un hecho poco menos que inédito en este club, que históricamente sólo ha sabido obtener buenos resultados jugando bien. O al menos mejor que el rival. Y cuando los ha obtenido jugando mal ha sido por pura casualidad y de manera puntual, nunca con regularidad. Quizá haya que remontarse al Athletic del doblete de la temporada 1983-84 para encontrar algo semejante a lo de ahora. Aquella también era una tropa blindada y sacrificada que podía jugar mejor o peor, pero contra la cual te chocabas y siempre te hacías daño, como si te pegaras contra un muro.
Los cuatro últimos partidos de Liga son el mejor ejemplo de esto que estamos diciendo. Las Palmas, Real, Alavés y Getafe. No han podido ser más indigestos, tufarrones tremendos entre equipos obligados ya, por el desgaste de la temporada, a jugar con su manual de supervivencia. El Athletic, sin embargo, ha terminado de cimentar en ellos su clasificación para la Champions con tres victorias y un empate, diez puntos de oro de doce posibles. Estos buenos réditos en la adversidad eran algo que el Athletic siempre ha envidiado en secreto a equipos con oficio y piel muy dura capaces de sacar petróleo de las piedras. El Atlético de Simeone sería el caso emblemático.
¿Cómo ha conseguido el Athletic convertirse en uno de ellos cuando lo ha necesitado? Si uno hace un repaso a la trayectoria de los rojiblancos en las tres temporadas que lleva Valverde concluirá que se ha tratado de un proceso paulatino de maduración. En la primera de esas campañas, la 2022-23, los rojiblancos eran un equipo que buscaba su identidad, todavía frágil y quebradizo. Acabó perdiendo 15 partidos en la Liga y en las últimas nueve jornadas, que fueron un derrumbe, acumuló seis derrotas y dos empates por solo una victoria. La temporada pasada, sin embargo, se produjo un enorme salto de calidad: aparte de ganar la Copa, en la Liga el Athletic fue quinto sumando 17 puntos más que el curso anterior (68 frente a 53) y perdiendo siete partidos menos (8).
La evolución había sido tan espectacular –los rojiblancos marcaron también catorce goles más y encajaron seis menos– que el objetivo del pasado verano no era otro que mantener esa línea pero aguantando el desgaste que iba a suponer la competición continental. Un gran reto, la verdad. Pues bien, el Athletic lo ha conseguido. Habiendo jugado catorce partidos en Europa, ha sumado 67 puntos en la Liga en 36 jornadas. Es decir, con un empate en los dos encuentros que le restan igualaría las cifras del campeonato anterior.
¿Acaso los rojiblancos no han notado el desgaste? Claro que lo han notado. Basta con ver su nivel de juego en los dos últimos meses o las lesiones de jugadores importantes como los hermanos Williams o Sancet. Lo que ocurre es que han sabido sobreponerse, mantenerse firmes, no descomponerse nunca, ni siquiera tras el golpe tan duro que supuso el 0-3 del Manchester United. Que a esa decepción terrible hayan seguido dos victorias y un empate con alineaciones apañadas como buenamente se ha podido es la mejor demostración de la consistencia de este Athletic de Champions. Valverde ha sabido dar a su equipo un gen competitivo que se ha acabado extendiendo en una plantilla unida como pocas en la conquista de sus objetivos. Un gen que no hace falta ir a buscar en los futbolistas más determinantes o en los partidos de mayor postín. Es mejor buscarlo en otras partes, en escaparates menos llamativos.
Pienso, por ejemplo, en el gran nivel que dio Lekue, un futbolista que ha intervenido muy poco y cuyo futuro en el club es una incógnita, en los partidos contra el Rangers o en el derbi de Anoeta. O pienso en lo visto el jueves en el Coliseum: en el coraje de un sabueso incansable como Gorosabel, en la manera en que se vinieron arriba cuando el equipo les necesitaba dos jugadores como Guruzeta o Vesga que llevan toda la temporada en el tren de la bruja, o en la aparición fulgurante de Adama Boiro cuando Valverde volvió a darle unos minutos. Son ejemplos que explican bien lo que es este Athletic que ha vuelto a la Champions once años después.
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