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La pólvora, las bengalas, los rugidos de la multitud, el humo, la electricidad -¡zas!- recorriendo el espinazo. Los txistus. Las nubes de confeti y de ... serpentinas rojiblancas. Y en primera fila frente al Ayuntamiento, justo al otro lado de la valla metálica, un montón de niños. La mirada emocionada, los ojos brillantes. Casi podía escucharse por encima de los himnos cómo esas cabecitas estaban fabricando recuerdos perdurables. De esos recuerdos que sólo se fabrican en la infancia. Por eso la infancia es para siempre. Así que dentro de 30, 40 ó 50 años esos niños dirán: «Yo estuve allí, en primera fila». ¿Dónde? ¿Cuándo? Cuando Muniain les gritó desde la balconada para decirles, casi personalmente: «Esto es vuestro, de todos los athleticzales. Somos una familia».
La sede de la soberanía popular en Bilbao nunca había ejercido como tal de un modo tan literal, tan estridente, tan bonito y multitudinario. Qué atmósfera densa, qué brillante era el blanco y el rojo, qué multitud de gente contenta, cómo se mezclaba la solemnidad del Salón Árabe con el desparrame generalizado que acabó impregnándolo todo. Qué parecido acabó siendo lo que había dentro y fuera del Ayuntamiento de Bilbao. Una masa humana feliz con olor a triunfo largamente esperado.
La singladura de la gabarra se fue demorando sobre la ría porque había mucho que celebrar, y llegó al Consistorio con cuarenta minutos de retraso sobre un horario en el que nadie confiaba. ¿Cómo hacer cálculos en una jornada así? Muniain y Valverde portaban la Copa que llegó a la escalinata quice minutos después de las siete de la tarde. La emoción tumbó una valla. No pasó nada. La plantilla chocó las manos con la gente que les lanzaba los brazos y el cariño. Cuando eso ocurría abajo, en la calle, arriba, donde el Salón Árabe, el suelo se movía, oscilaba, como cuando hay pequeños seísmos, como meciéndose suavemente.
Les recibió el alcalde, Juan Mari Aburto. Con abrazos. Especialmente cariñoso con Iribar, emblema y tótem. Hubo foto con la corporación, con todos los concejales que representan a la gente, aunque en este caso ni hacía falta esa intermediación porque la gente, casi toda, estaba al otro lado. Quienes esperaban en el Salón Árabe seguían la peripecia por las teles, casi deseando estar en la calle, en los márgenes de la ría, en la marea rojiblanca tan animada. Pero enseguida llegó todo el mogollón a la zona noble del Ayuntamiento. Los del Athletic y los concejales todos. Entró el olor de la fiesta y de horas al sol dando brincos.
«El pasado sábado comenzó una nueva etapa en la historia del Athletic, en la historia de nuestras vidas», saludó Aburto, muy emocionado. Aquella final de La Cartuja fue un punto y aparte en esa historia, con tensión y drama. «Nos habéis hecho sufrir, y mucho. Nos habéis hecho llorar, y mucho. Pero también nos habéis hecho reír, saltar, cantar... Nos habéis hecho un poco más felices. Eskerrir asko».
El alcalde puso mucho énfasis en la identificación del club con la ciudad, con el pueblo, con la gente. «La gabarra, la afición, la Copa... Son puro sentimiento que, por fin, ha aflorado de nuestros corazones. Sí, un sentimiento que nos une y del que estamos muy orgullosos». «Eskerrik asko por la alegría que habéis traído a este pueblo». Quiso más. Otra copa pronto, con el equipo femenino y con la gabarra, dijo.
Habló Jon Uriarte, que visualizó el equipo como algo más que un equipo, como «una auténtica cuadrilla», y señaló la fachada de Olabeaga, la que pone 'Soñar', porque «queremos más». Iribar insistió en que este es «un triunfo de todos» y en que «quienes nos estén viendo por el mundo estarán alucinando. El año que viene iremos a por otra».
Iker Muniain, de natural subidón tras una jornada memorable, señaló que «no hace falta ganar para presumir de esta filosofía», la del Athletic. «Pero si tenemos un título como este, nos da la razón: ¡Estamos en el camino correcto!». Luego se convirtió en un maestro de ceremonias, en un showman. La plantilla salió a la balconada, reventaron los cañones con papeles de colores y llegó la locura. Muniain se entusiasmó y comenzó una delirante presentación de todos sus compañeros en la balconada.
Cada poco preguntaba a la muchedumbre entregada si quería más, y se elevaba un clamor desde la muchedumbre que decía que sí, que no se terminase la fiesta. Todo se desmadró muchísimo, se fue de hora. En la Diputación estarían mirando los relojes, y Muniain seguía presentando a «un tipo tranquilo, sensato, el yerno que la suegra quiere tener... ¡Mikel Vesga!; a «un auténtico animal de bellota semental, solo tiene un huevo pero vale más que todos los que estamos aquí... ¡Yeray Álvarez!», o al «hermanito, pantera, a lo bajini», por Iñaki Williams.
Ese desfase propició lo que debe ocurrir en toda celebración que merezca el nombre de fiesta: hubo desorden. Lo que empezó con el obligado protocolo rígido, formal, terminó con un revoltijo de gente variopinta compartiendo risas y sonrisas en el Salón Árabe. Futbolistas, técnicos, concejales, periodistas, personas variadas, todos compartiendo bocadillitos de jamón serrano, gildas, haciéndose fotos y echándose risas. Hasta que el show de la balconada terminó, la plantilla se montó en el autobús y puso rumbo, al fin, a la Diputación cortando una marea humana.
Tardó mucho en disolverse esa multitud. A diferencia que el día de la final, con todo el mundo reventado por la tensión, la celebración siguió. Los grupos cantaban por las calles de Bilbao y seguramente lo harán durante mucho tiempo.
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