Grasas trans, el veneno anónimo
Mientras EE UU quiere prohibir su uso, en España ni siquiera existe la obligación de indicar la presencia en los alimentos de estos aceites, los más perjudiciales para la salud
María José Tomé
Viernes, 9 de mayo 2014, 19:26
EE UU ha dado un paso de gigante en su cruzada contra la obesidad y los problemas cardiovasculares, que se han convertido casi en una pandemia que amenaza a su salud pública. La Administración de Alimentos y Fármacos (FDA, por sus siglas en inglés) acaba de dar un golpe en la mesa al lanzar una iniciativa para prohibir las grasas saturadas artificiales, las denostadas grasas trans, y eliminarlas de las estanterías de los supermercados y de los restaurantes de comida rápida. Si el veto prospera, la FDA calcula que se podrían evitar hasta 20.000 ataques cardiacos y 7.000 muertes al año.
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Todos los estudios científicos coinciden en que son el enemigo a evitar al sentarnos a la mesa. ¿Pero qué son las grasas trans? Para empezar hay que distinguir entre las grasas llamadas buenas y las malas. Las primeras, las insaturadas, que son beneficiosas para la salud y contribuyen a cuidar el corazón, se encuentran en el pescado azul o aceites de girasol y soja, en el aceite de oliva, las nueces Las segundas, las malas, son las saturadas; estas se hallan de forma natural en los productos de origen animal y propician el aumento de los niveles de colesterol en sangre. Dentro de esta categoría, las más dañinas son las grasas saturadas artificiales, las trans, que en origen eran insaturadas pero que por un proceso artificial de hidrogenación pasan a esta nefasta categoría. Básicamente, se obtienen añadiendo hidrógenos a los aceites líquidos para transformarlos en una grasas semisólidas, más fáciles de manipular en el proceso de producción, lo que permite abaratar costes, proporcionan una textura más atractiva, potencian el sabor, impiden que se enrancie el producto y, por tanto, retrasan su caducidad.
Una bicoca para la industria alimenticia, oiga, si no fuera porque estas grasas, al sufrir la mencionada alteración en su estructura molecular, se convierten en una bomba de relojería para el organismo, con unos efectos mucho más perjudiciales que las grasas saturadas presentes de forma natural en la carne, en los huevos o en los lácteos. Entre sus propiedades, destaca su doble capacidad para aumentar los niveles de lipoproteinas de baja densidad, el llamado colesterol malo, que identificamos en los análisis de sangre por las siglas LDL, y reducir el HDL, es decir, el colesterol bueno. Su presencia en el torrente sanguíneo contribuye a obstruir las arterias y aumenta considerablemente el riesgo de sufrir problemas cardiovasculares.
¿Y dónde se encuentran las grasas trans? Hasta en la sopa. Destaca especialmente su presencia en la margarina, la bollería industrial, galletas, snacks (patatas fritas, palomitas de maíz para el microondas), helados, productos precocinados y congelados y en la comida rápida. La OMS recomienda que su consumo no supere el 1% de la ingesta energética diaria, es decir, no más de 2,2 gramos, teniendo en cuenta que una dieta media aporta unas 2.000 calorías.
Europa, a la cola
No es la primera vez que EE UU da pasos en dirección a eliminar las grasas trans de la dieta diaria de sus ciudadanos. Desde 2006, la agencia que regula los alimentos y fármacos en ese país, obliga a la industria alimentaria a identificar su presencia y en qué porcentaje en el etiquetado. En algunas ciudades, como Nueva York, está prohibido su uso en restaurantes, lo que ha llevado a grandes cadenas de fast food como McDonalds, a buscar sustitutos a las trans mucho más beneficiosos para la salud. Y han demostrado que es posible.
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Europa, sin embargo, ha perdido el paso en esta batalla. La Comisión Europea tiene entre manos una iniciativa que podría desembocar a partir de 2014 en una regulación normativa de esta materia, pero no es seguro. Mientras países como Dinamarca, Suiza o Austria sí han decidido imponer restricciones a su uso, en España, si bien existe la obligación de precisar el contenido de grasas saturadas o insaturadas en el etiquetado, la ley no obliga a precisar qué porcentaje de las primeras corresponde en realidad a las trans. Es decir, no hay forma de saberlo. En 2009, hubo una iniciativa para limitar a un 2% el contenido máximo de estos aceites pero todo quedó en agua de borrajas.
Al hilo de este asunto, una reivindicación casi histórica de las asociaciones de consumidores es que no se disfrace el contenido de grasas malas bajo la denominación presuntamente sana de aceites vegetales. Muchos consumidores se sienten tranquilos cuando leen este epígrafe en la letra pequeña de un producto, ajenos a que en realidad se están empleando aceites de coco o palma, con elevados contenidos en grasas saturadas. No es estrictamente un fraude pero es obvio que se oculta información relevante que, de saberla, podría llevar al comprador a dejar el producto en la estantería.
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