175 años ante el espejo del Lhardy
Reyes, pintores, poetas, toreros y espías han probado su cocido y sus callos. El ilustre restaurante de Madrid sobrevive a su tercer siglo. "Esto es un milagro"
Francisco Apaolaza
Domingo, 19 de octubre 2014, 01:58
Entrando, a la izquierda, se erige una croquetera de cristales empañados por el rescoldo de bechameles recién hechas. Más allá, reluce una 'bouillore' que dispensa un consomé sabroso y sin una sola partícula en flotación. El fondo del Lhardy lo preside una mesa de mármol blanco con tres bandejas de plata en la que se ordena un ejército de copitas y vasos, y en el centro, un samovar ruso de mitad del XIX lleno de agua fría se eleva hacia el cielo como un hongo nuclear de plata clara. Detrás, doce botellas de cristales de bohemia para los vinos generosos, un marco dorado de madera y un espejo grande. Las manchas color mercurio y los rayones de los cientos de miles de limpias han comenzado a velar el cristal, pero todavía se refleja en su impasibilidad la tienda con sus lámparas, los dos mostradores y al fondo la carrera de San Jerónimo con su distinguida actividad crepuscular que late entre el Congreso de los Diputados y la Puerta del Sol. Si uno se para allí, se pierde la perspectiva porque en ese espejo se han mirado pintores, literatos, presidentes del gobierno, reyes, reinas, toreros y copleras y putas de todo pelaje. Son tantos que ponerse a portagayola de ese túnel del tiempo, como escribió Azorín, es difuminarse en la eternidad. Solo él permanece. 175 años después de que lo colgaran, Lhardy sigue en marcha tal cual lo abrieron, como una cápsula de memorias en un país condenado a olvidarse a sí mismo cada cierto tiempo. "Esto es un milagro".
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Lo dice Milagros Novo Feito, gerente junto a Pablo Pagola Aguado y representante de una de las dos familias propietarias. Se explica con un tono que lo mismo podría aconsejar a un ministro sobre una invasión terrestre que consolar a una adolescente despechada y así cuenta esta historia que comienza en 1839, cuando un francés llamado Emile Huguenin, que había sido reportero, montó un restaurante en Madrid. Era el primero a la francesa. Le puso el nombre de su local parisino, L'Hardi (el audaz). Semejante montaje era una locura, pero el asunto tuvo tal éxito que cuando Huguenin murió, los periódicos ya dijeron a toda página que había fallecido 'Emilio Lhardy'.
Sorolla y Benlliure
En aquellos años, el samovar guardaba agua fría como ahora, pero entonces el hielo lo traían de los neveros de la sierra madrileña en un carro. La fachada era la misma que hoy, diseñada con estrellas doradas de David y madera de roble de las Antillas y el primer hombre importante de todos los que pusieron su mano en ese pomo fue el marqués de Salamanca, un tipo que sabía vivir y una de las grandes fortunas de aquella España. En su casa -el Palacio de Linares- no había cocina. ¿Para qué? Si todo lo que comía era de Lhardy.
El hijo de Emile, Agustín, era pintor, así que se trajo a la bohemia a la casa. Lo cuenta Milagros camino de la vivienda (en el piso de arriba) en la que ella misma nació mientras sube los 96 escalones de una espiral narcótica que va desde la luz de abajo a la oscuridad de las plantas altas en un recorrido inverso. Como si toda la luz se hubiera guardado para los comensales y lo demás no importara tanto. Desde el más allá de un marco de foto mira Rufino, un antiguo maitre "clavadito al Conde Drácula pero que era muy bueno el pobre". Allí arriba vivía Pablo Sarasate, que no tenía piso en Madrid, pero sí cama en la casa. Allá pintaba Sorolla, toreaba de salón Mazantini, componía Tomás Bretón, canturreaba La Chelito y Mariano Benlliure jugaba a hacer pequeñas figuras de porcelana para los roscones de Reyes. Agustín tuvo una idea para alimentar a toda esa bohemia salvaje que en sus comienzos llegaba larga de espíritu y cortísima de bolsillo y parió dos versiones de platos que hacen, aún hoy en día, que Madrid sea Madrid: los callos y el cocido (35 euros por persona y tarifa plana).
Todo eso se come en el segundo piso, después de un pasillo de madera en el que circulan camareros de esmoquin que evitan la trayectoria de los clientes ante una hilera de 32 percheros en los que colgaban hasta ayer chisteras, capas de militares y de obispos. Milagros recuerda al general Millán Astray voceando con su uniforme y ella, de cría, pasando al lado "así, rapidito". Da a la Carrera de San Jerónimo el salón Isabelino, el más grande, soportado en su conjunto por dos columnas de metal y un papel de pared que ha visto pasar tres siglos. Hay allí más plata que en Nueva España. Sobre las sillas, un terciopelo carmesí en el que ha puesto el culo toda España menos Juan Carlos I, que nunca fue a comer. El lugar está tan bien parido que nunca necesitó reinventarse.
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Las primeras mujeres paraban con el coche de caballos y los lacayos les arrimaban el jerez y los emparedados (no perderse el de lechuga que lleva lechuga, mayonesa y pan), pero se fueron acercando poco a poco y el restaurante terminó por ser el único en el que no estaba mal visto que las damas fueran sin caballero. Todo lo demás es una selva pintoresca, una mina de historias que brotan al azar. Por ejemplo, hace cien años que una asociación de escoceses celebra allí una comida anual. Entran muy guapos y formales con sus kilt y salen escalera abajo con más de una botella de whisky por cabeza. Allá ha cenado Sabina con Raphael, los de la Real Academia de la Lengua, Antonio Ordóñez, unos cien premios Nobel y Loquillo sin tupé.
Los cuernos de la reina
Bienvenidos al mayor conciliábulo de la historia de España. El salón oriental está igual que lo inauguraron, con una lámpara china gemela de la de la casa de Victor Hugo en París, un papel de pared rojo oscuro y unas cortinas bordadas hasta el paroxismo que han ennegrecido el humo de un millón de habanos. En ese espacio mágico comenzó a circular con suculenta elegancia la ternera estilo príncipe Orloff, el gamo a la austriaca o el soufflé surprise, que lleva merengue al horno, bizcocho y helado, que aún se sirve 'fricaliente'. En ese salón comía Isabel II "con sus conquistas" mientras en el salón isabelino, dos hombres se retaban a duelo. Menos ese, los asuntos amatorios se diluyen en el silencio. Aquello es como Las Vegas: "Lo que pasa en Lhardy, se queda en Lhardy". Salvo esto: de la pared cuelga un marquito con un recorte de prensa del 'Heraldo de Madrid'. La nota data de la Segunda República y dice así: "Merece destacarse por su picante donosura la escena del reservado del Lhardy donde la coronada -Isabel II-, después de regodearse cumplidamente con 'el pollo de Antequera', se dejó olvidado el corsé".
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En esa mínima sala celebraba los Consejos de Ministros oficiosos Miguel Primo de Rivera. En esa misma mesa se designó que ascendiera a la presidencia del Gobierno Alcalá Zamora, y también cenó Mata Hari antes de ser detenida. Todo ocurrió allí. Para hacerse una idea del calado histórico del lugar, los libros de sala se guardan en la Biblioteca Nacional.
La disposición de los cubiertos, la dimensión de los platos, todo habla de otro tiempo, una época en la que se entraba en los restaurantes a comer como sultanes y no como supermodelos de morritos y selfie. Todo resulta delicioso por ser extemporáneo, casual, tan improbable como que los trabajadores se hicieran con el templo de la aristocracia. Sucedió en la tercera generación de 'lhardys'. El yerno de Agustín, que era inspector de Hacienda, se hartó del negocio y se lo vendió a los Feito y los Aguado que ven como la moda, el mundo, los bancos, todo amenaza su minúsculo ecosistema castizo. Sigue ahí, vivo con sus secretos en las tripas de la metrópoli porque tiene "un ángel de la guarda". Durante la Guerra Civil, en la Carrera de San Jerónimo las bombas abrieron cráteres "como piscinas", pero la casa se libró. En la buhardilla que espera al final del hueco oscuro de la escalera encontraron una sin estallar, como un símbolo de su suerte. Ahora no saben si les hará explotar la crisis económica.
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