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Vista del Teatro Principal de Vitoria, el día después del incendio que destrozó el edificio en 1914. Archivo Municipal de Vitoria

La Vitoria liberal de 1822, a los ojos del escritor inglés Michael J. Quin

Historias perdidas de Álava ·

Describe a los bandoleros del puerto de Arlaban y con desagrado las iglesias vitorianas, elogia el buen pan, el teatro y las calles limpias de la capital alavesa

Jueves, 5 de abril 2018, 01:06

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A finales de 1822, España vivía una situación especial durante el llamado trienio liberal. El rey felón, Fernando VII, posiblemente el peor de la historia, fue obligado, tras un golpe militar encabezado por el coronel Riego, a jurar la Constitución de Cádiz de 1812, que él había derogado tras su vuelta de Francia en 1814.

En las plazas y calles de Vitoria, llena de soldados, se oye gritar ¡Viva el rey constitucional! Se siente la amenaza de los insurrectos realistas (germen del carlismo) y de los Cien mil hijos de San Luis, un gran ejército francés que va a devolver el absolutismo. Llegarán poco después.

En este contexto hace un viaje a España el periodista, escritor y traductor inglés, Michael J, Quin. Había salido de Londres en octubre de 1822 y el 15 de noviembre ya divisaba las montañas vascas de Gipuzkoa desde su diligencia.

Quin había estudiado derecho pero se dedicó al periodismo y a la literatura, especialmente de viajes, un género que los británicos ya cultivaban con avidez. El escritor inglés aporta su mirada sobre todo lo que ve, un país en pie de guerra en el que se grita, en la plaza de España, ¡Viva la Constitución!, o ¡Viva Riego! Describe a los bandoleros del puerto de Arlaban y con desagrado las iglesias vitorianas, elogia el buen pan, el teatro y las calles limpias de la ciudad, pero como buen inglés censura el escaso agradecimiento de Vitoria a los soldados del Duque de Wellington que nueve años antes habían derramado su sangre para liberar el país de las garras de Napoleón. Ni un monumento, ni una lápida recordaba aquel hecho histórico memorable para las armas británicas de la Batalla de Vitoria (1813).

Este es su relato, que tradujo el profesor Julio César Santoyo en la obra 'El doctor Escoriaza en Inglaterra y otros ensayos británicos', editado por Sancho el Sabio en su colección Biblioteca Alavesa en 1973.

«A medida que avanzábamos los montes empezaron a asumir un aspecto desnudo y estéril al que no estábamos acostumbrados. En algunos se veían frutales pero la mayor parte carecían de ellos. Después de pasar estas montañas, la vista encuentra al fin sosiego en la contemplación de una nueva región fértil, despejada y llana (en comparación con la anterior), que continua sin cambios hasta Vitoria, una ciudad populosa y agradable que puede admirarse en toda su extensión desde una distancia considerable. Está situada al pie de una cadena montañosa que se extiende a sus espaldas hasta los límites del horizonte. Sus numerosos campanarios, torres y elevados edificios resaltan claros y distintos contra los amplios matices sombreados de las montañas del fondo (Montes de Vitoria). Por la carretera de Vitoria iban y venían buen número de arrieros y labradores montados en sus mulas y caballejos. Las sillas de montar terminaban en grandes estribos de madera con forma de zuecos (cosa difícil de imaginar, sin duda), en los que el jinete introduce todo el pie, incluido el talón. Algunos cabalgaban sobre sillas hechas de piel de oveja sin estribo alguno. Como las amplias capas que usaban cubrían también los cuartos traseros del animal, uno llegaba a veces a pensar en la realidad de los Centauros mitológicos: hasta tal punto parecían pertenecer las patas del cuadrúpedo al cuerpo del jinete.

Encontramos a los lados del camino grupos de soldados que se preparaban el desayuno en vivas hogueras, cuyo cuidado les mantenía continuamente ocupados; y se veían aldeanos que regresaban de la ciudad cargados con abultados panes redondos y pellejos de vino tinto con destino a sus bodegas. Debo hacer notar aquí que el pan español es por regla general de una gran calidad, mucho mejor, sin posible comparación, que el pan que se hace en Francia, y mejor incluso que el pan de Londres.

La entrada de Vitoria había sido tapiada recientemente con una pared provisional en la que se abría una portezuela. La ciudad estaba inundada de soldados. Encontramos algunos en las herrerías arreglando sus fusiles, otros afilando y puliendo sus sables, otros en fin, esperando a que herrasen sus caballos. En todos los rincones se observaba la agitación de los preparativos militares. El sonido de tambores y trompetas nos guió hasta la magnífica plaza de la Constitución (plaza de España), donde hallamos alrededor de dos mil soldados de infantería en formación, dispuestos a salir en busca de los facciosos que inquietaban la parte occidental de la provincia.

Antes de partir, el oficial que los mandaba gritó ¡Viva la Constitución! , al que todas las gargantas de aquella formación contestaron con un estruendoso viva. ¡Viva Riego! Y los soldados replicaron con otro viva. ¡Viva el Rey constitucional! Fue el tercer grito, que por tercera vez corearon de igual manera. Los trompetas y tambores entonaron entonces el himno de Riego y la tropa comenzó a desfilar lentamente al paso de la música.

Visité tres o cuatro de las iglesias principales. Eran sombrías y les faltaba majestuosidad; abundaban en su decoración los ricos dorados y malas imágenes de madera, cosas ambas muy alejadas no sólo de la sublime sencillez de la religión, sino incluso de las reglas más elementales del buen gusto. El teatro, que es de construcción reciente, estaba a punto de ver terminadas sus obras. Es pequeño pero notablemente agradable tanto en su fachada como en el interior. Las funciones de la tarde estaban anunciadas en un pequeño papel pegado en la puerta, en comparación del cual un anuncio del Drury Lane Theatre, con sus grandes letras rojas y sus encomios, parecería el producto de un arte mucho más refinado, al que no habían llegado aún las autoridades teatrales de Vitoria. El patio de butacas tenía forma semicircular y estaba iluminado por una magnífica lámpara de cristal. Se llama el Teatro Nacional (todo lo que antes de esta revolución llevaba el adjetivo Real ha sido ahora rebautizado como Nacional).

Fachada del antiguo Teatro de Vitoria. Enrique Guinea

Vitoria tiene buenas calles, y en casi todas parecía reinar en alto grado una laboriosa actividad y cierto aire de riqueza.

Tras permanecer en esta ciudad tres o cuatro horas regresamos a la diligencia y continuamos nuestro viaje por los montes que se alzan más allá de Vitoria. Están muy pobremente cultivados, y son escarpados y agrestes, pero ellos son las famosas 'alturas de La Puebla', las alturas en las que el Duque de Wellington entabló la batalla que precedió en pocos días a la expulsión final de las tropas francesas de la Península. Con vivo interés recorrieron mis ojos el paisaje, tal vez con la esperanza de reconocer los huesos de mis victoriosos compatriotas. Era un impulso irresistible e inútil al mismo tiempo porque aquellos restos de las proezas británicas hace ya mucho tiempo que han desaparecido entre el polvo.

Busqué también una columna o un monumento de cualquier clase que yo estaba seguro la gratitud española habría erigido en el lugar donde el yugo extranjero había sido finalmente quebrado. Pero las naciones son más propicias a recordar los daños que mutuamente sufren o infligen que los beneficios recibidos. Ni siquiera hay una sencilla piedra que indique la última y fría morada de tantos ingleses. ¡Estos montes son su único monumento conmemorativo!».

Hasta aquí el relato del viajero inglés. Precisamente, tras la llegada de los absolutistas, el teatro se consideró un símbolo del trienio liberal y por ello quisieron acabar con él: unos querían simplemente derribarlo y otros destinarlo a «usos más cristianos». Así, el «diputado del común» Lorenzo Ortiz de Elguea presenta un alegato contra el Teatro, símbolo del constitucionalismo vencido, del lujo, del afrancesamiento…., proponiendo que fuera derribado o al menos fuera usado en usos más «acordes a la santa religión». Se escudaban además en que el Teatro se había construido en lugar sagrado, en el antiguo hospital de Santiago, dedicado «al patrón de España». Describe a los bandoleros del puerto de Arlaban y con desagrado las iglesias vitorianas, elogia el buen pan, el teatro y las calles limpias de la capital alavesa

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