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Pulvis eris

Lunes, 6 de septiembre 2021, 03:40

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Los antiguos nos sabemos la frase de memoria, de cuando el Miércoles de ceniza: acuérdate, ¡hombre!, de que polvo eres y en polvo te has de convertir. La Iglesia lo decía recordando el pasaje del Génesis en el que se afirma que Dios creó al hombre modelando arcilla o polvo, que viene a ser lo mismo. Es una versión. Otra diría que, al final, todo se reduce a ceniza. Es igual. El caso es que la Iglesia acertaba al recordar que todo acaba en polvo, en tierra. Pero, no solo el hombre, ¡todo!.

Los arqueólogos lo saben muy bien. ¡Tierra ¡tierra! ¡tierra!. Nos lo enseñan desde que empezamos a estudiar, que nuestro oficio va a ser desenterrar. A menudo personas a las que se les 'ha dado tierra', otras veces las cenizas de personas a las que se las ha reducido a cenizas, que han ido a la tierra también, en general la tierra que ha sido vivida por quienes vivieron hace muchos años.

No se lo van a creer pero un arqueólogo es capaz de andar mirando el paisaje, como si nada, desparramando sus ojos por las tierras por las que pasa, e identificar si en esas tierras ha vivido el ser humano o no. Porque las tierras antrópicas tienen un color... yo diría que gris, pero tampoco muy convencido. Yo, como cualquier otro colega, somos capaces de detectar ese color, de explicarle a quien nos acompañe que, por lo que vemos, estamos seguros de que ese tono significa humanidad. Pero otra cosa es definirlo. Una vez que las tierras demuestran, mediante otro tipo de razones tan aclaradoras como que aparezcan en ellos restos materiales solo atribuibles al ser humano, que era verdad lo que anunciaba el color, el arqueólogo entra en juego. Y éste consiste en ir quitando esa tierra para buscar en profundidad, quiero decir hacia abajo, por ver si ahí, más escondidos, queda el resto de lo que ha aparecido en la superficie. Muros, objetos, restos humanos...

Hay arqueólogos que quitan más y otro menos tierra. Y, para hacerlo, utilizan también diversos instrumentos. Los que buscan lo más antiguo, de casi cuando el ser humano ni lo era, quitan muy poca tierra y muy muy despacito. Suelen utilizar cuchillos, lancetas, brochas, cepillos de dientes... Lo que buscan no es más que un dientecito de nada, pero con más de un millón de años y capacidad de cambiar y mejorar nuestro conocimiento sobre lo que era un hombre o una mujer hace esa cantidad de años.

Según el ser humano fue siendo capaz de humanizar más el paisaje en el que vivía, construyendo lugares para vivir él y sus rebaños, según se fue desarrollando lo que, no entiendo muy bien por qué, llamamos 'civilización', sus restos se envuelven más y más en tierra, y a los arqueólogos les toca quitarla también a más y más. Hasta tener que hacerlo con medios mecánicos porque, si no, no habría manera. Hay que tener en cuenta que el arqueólogo busca los restos de la vida humana y estos pueden estar profundos. Cubiertos de tierras sin interés arqueológico, que hay que eliminar. De forma cautelar, siempre, bajo supervisión técnica, pero que deben ir a la 'terrera'.

En Álava, la arqueología ha tenido la suerte de contar con buenos excavadores y buena financiación. Eso nos permite hoy poder conocer cómo se vivía, por ejemplo, en las faldas del Gorbea hace más de 50.000 años. En la cueva de Arrillor fueron bajando, a cuchillo, quitando la tierra con todo cuidado, hasta varios metros para llegar al suelo que pisaban los que la ocupaban y recuperar los utensilios de piedra tallada que empleaban.

De la época en que nuestros antepasados eran capaces de construir cabañas elementales de paredes y techos vegetales tenemos cientos de muestras. Los arqueólogos en esos sitios quitan la tierra y casi se los llevan, de los sutiles que son. Menos, normalmente, el suelo en el que cocinaban, dormían, es de suponer que se sentarían a charlar,.. lo normal de un grupo humano. Como hacían fuego podemos distinguir sus hogares, por las cenizas. Se sorprenderían al saber cómo estuvo de habitada toda la zona al sur de Vitoria, la que ahora mismo se está rehabitando.

Quitando polvos y tierras, es posible encontrar las estructuras de las casas de los que ya las hacían con un base de piedra y paredes de adobe. De las paredes queda poco, polvo más que nada, salvo si ha mediado el fuego por medio, pero los zócalos de piedra o los agujeros donde hincaban los postes para mantener las techumbres se pueden reencontrar fácil. Lo que ayuda mucho. Se puede ir quitando la tierra con más sentido porque, las casas, más o menos, se han levantado con cierto orden y eso facilita dónde hay que quitar tierra para poder volver a imaginarlas y donde no. En Álava se han descubierto un buen número de estos poblados, algunos de los cuales han sido desenterrados con mimo, especialmente el de La Hoya, cerca de Laguardia.

Obra de romanos

Se suele decir de algo hecho con la intención de resistir el paso de los siglos, que es «obra de romanos». Efectivamente la capacidad organizativa del estado universal creado desde la ciudad de Roma permitió el desarrollo de un mundo material que aún nos sorprende por su complejidad, eficacia, sofisticación, etc. Dada la envergadura de lo que fueron capaces de construir, muchas de las ruinas que dejó su decadencia son visibles: teatros, circos... e incluso útiles todavía, como los puentes. Otras quedaron reducidas a escombros y ocultas bajo la tierra, caso de las termas de Arcaya. O semiocultas, caso de Iruña con sus murallas a la vista y el resto de la ciudad bajo tierra..

Este verano habrá habido arqueólogos que habrán acabado hasta las narices de remover las tierras de Álava. Las habrán odiado incluso, sobre todo cuando el sol las seca de tal manera que todas adoptan el mismo color duro blancuzco y no hay manera de distinguir nada en ellas, y encima con la ayuda del sol sofocando sus meninges. Esto habrá pasado pero puedo asegurar que ninguno de ellos habrá renunciado a volver al día siguiente al tajo, la calorina y la tierra. Porque esa tierra es hija del ser humano y el tratar de conocer más sobre él en cualquier época, en cualquier circunstancia es inevitablemente apasionante.

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