Pongamos que hablo de Vitoria
Se non é vero... ·
Pongamos que hace cerca de sesenta años la familia Ruiz Galiana se instaló en Vitoria. Habían recorrido varios lugares de la geografía española en busca ... de un lugar en el que poder trabajar y criar a su prole. Tras varias pensiones de dudosa reputación, en que compartían lloros de sus hijos con gemidos de usuarios por horas de habitaciones del inmueble, los Ruiz acabaron ubicándose en el barrio de Zaramaga de la Atenas del Norte.
Desde entonces, el padre dedicó su vida a la factoría que tuvo a bien contratarle, una empresa automovilística que más tarde acabaría siendo adquirida por una multinacional alemana. Su jornada de mañana y las miles de horas extras que acreditó y que lo fueron desvencijando con los años, hicieron posible que sus hijos estudiaran y se procuraran una profesión y, con ella, un futuro esperanzador.
«Que mis hijos sean más que su padre»; o «que tengan una oportunidad en la vida» eran expresiones comunes en boca de un padre que dio el espinazo y la misma vida por sacar adelante aquella camada de cinco hijos. Sin un respingo siquiera ni una mala cara. Sin una queja de sus labios, más allá de algún lamento por la falta de sal en las judías verdes.
Con un esfuerzo y un tesón épicos, como tantos otros trabajadores, los Ruiz hipotecaron sus vidas a la extinta Caja Municipal por cuarenta y cinco largos años y se hicieron, al fin de sus días, con la propiedad de aquel inmueble por el que Emiliano sudara sangre. Cuando ambos murieron, los armarios de su habitación daban una idea cierta de lo escueto de su fondo de armario, en el que nunca hubo siquiera un par de calcetines más de los estrictamente necesarios. Todo era poco para la inversión en que el matrimonio había empeñado su vida: el bienestar de sus hijos.
La segunda generación de los Ruiz vitorianos recibió en herencia el inmueble donde se criaron y crecieron, en el pujante barrio de Zaramaga. Setenta metros en los que convivieran el matrimonio, cinco hijos, un primo al que albergaron durante años y los abuelos maternos que circulaban tres meses al año por las casas de los hijos hasta su tránsito a mejor vida.
Los herederos, habitantes ya de otros barrios de mejor alcurnia, decidieron ponerlo en alquiler. Y, educados en el respeto y los valores que les infundieran sus progenitores, dieron en albergar como inquilino a un ciudadano nigeriano. Puntual pagador, el arrendador no requería demasiado de los propietarios. La razón no era otra que la de evitar testigos, tras haber convertido la vivienda en un piso patera.
Con unas cuantas cerraduras en las puertas, unas literas y algún metro de cable de antena para proveer de televisión a todas las habitaciones, el nigeriano cobraba 250 euros a cada uno de los ocho inquilinos a los que realquiló la vivienda, obteniendo beneficios de aquella suerte de archivo de inmigrantes en que convirtiera la vivienda original.
Uno de los inquilinos, Issam, falleció aplastado dentro de un camión de la basura la semana pasada en Vitoria. Era un tipo grande al que, al parecer, tres colegas habían arrojado a un contenedor de basura por un quítame esas pajas un día de borrachera. Había salido de Marruecos en busca de un mundo mejor y acabó asfixiado en el basurero de un mundo peor del que soñara.
Como los Ruiz, Issam pensó que la vida le daría una oportunidad. Aunque los tiempos eran bien distintos a aquellos de mediados de los cincuenta en los que, partiéndote el espinazo, salías adelante sin ningún género de dudas. Ahora el trabajo era escaso, la construcción estaba muerta y las oportunidades eran mínimas a la par que menguantes.
De este modo, la soledad fue dando paso al alcohol -que Alá le perdone-. Y éste a los hurtos en vehículos aparcados en la vía pública y al menudeo de algún que otro estupefaciente. Así que Issam fue despeñándose desde el mundo mejor que añoraba para él, hasta el vertedero, entregando su alma a quien se la diera allá en el Reino Alauita.
En su misma habitación
A miles de kilómetros de Vitoria, en la costa de Camboya, un rutilante crucero atestado de turistas atracaba en el puerto de Sihanoukville. En su interior, el primogénito de los Ruiz, a la sazón casero de Issam, acababa de ser incomunicado junto a otro buen número de pasajeros, aquejados del coronavirus Covid-19.
Ruiz, entre toses y fiebres, hojeaba EL CORREO en su tablet para matar el rato. Así, se enteró del devenir del piso que heredara de sus padres, del nigeriano explotador y del inquilino Issam estrujado, asfixiado y semienterrado en la planta de biocompost de Júndiz. Y supo también leyendo al reportero David González que de no haber sido por el personal del servicio de limpieza, hubieran sido las gaviotas y cigüeñas las que hubieran dado buena cuenta de las partes blandas del cadáver de su inquilino como parte de su dieta.
Jon Justo Ruiz, que así le puso de nombre su padre don Emiliano Ruiz, meditaba sobre las curiosidades del destino. Que su padre hubiera dado media vida para pagar la hipoteca y hacerse con el piso de Zaramaga para albergar a su familia. Que Issam hubiera dormido en su misma habitación, desde la que se veía el cementerio de Santa Isabel. Y que él estuviera en cuarentena, tan lejos de casa, después de haber financiado con el alquiler del piso que heredara de sus padres el sueño de su mujer: un crucero por los mares de China para poder bañarse en la playa en la que aquella chica Bond lo hiciera en la película que vieron juntos en el Ideal Cinema en su primera cita.
Jota Jota, así le llamaban los amigos desde el instituto, pensó que el sudor de su padre y el afán de su madre por tener el terrazo del suelo de su pisito como la patena bien hubieran merecido un poco más de preocupación. Aceptó con resignación su situación y pensó en lo a gustito que estaría ahora en la habitación en que, cuando niño, echara a volar la imaginación sobre los panteones y los cipreses que abarrotaban el camposanto bajo su ventana.
Nunca tuvo miedo de la proximidad de los muertos. No iba a empezar a tenerlo allí, en los mares de China. Así que, de la mano de su mujer, oculto el rostro tras una mascarilla, entregó el alma al señor sabiendo que nada le libraría de una bien merecida hostia con la mano abierta en cuanto su padre Emiliano se lo topara por los andurriales del paraíso.
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